sábado, 8 de mayo de 2010

'El círculo cerrado del ídolo' 08/05/2010 ACB. com Gonzalo VÁZQUEZ

Gasol es dueño de una carta astral que había anunciado todo lo que ha ido sucediendoEl universo ha vuelto a dar pie con bola. El destino de Pau Gasol cumplió con un capítulo más de un guión divino, contundente e inabarcable. Sus elevadas cotas de talento e inteligencia nunca han necesitado demasiado de impulsos del azar salvo aquel viernes 1 de febrero del año pasado, día en el que un traspaso le hizo recalar en Los Angeles Lakers. Su camino estelar sincronizó el paso con otras vías destellantes y privilegiadas como las de Kobe Bryant, Phil Jackson y Derek Fisher. Entonces Gasol inyectó una nueva dosis de adaptación al medio.
Su mezcla desenfadada de aire playero, su barba y su pelo largo y rubio a la brisa y al salitre respondían a las influencias hippies, progres y californianas de los Lakers sin perder su aire francés de educación, su carácter alemán de cumplimiento y su porte italiano de seductor de conciencias.
Kobe Bryant fue el primer convencido. Phil Jackson le descubrió a los pocos meses. Para el entrenador de los 10 anillos, Gasol se reveló como una mina de baja explotación sobre la que había que trabajar de modo intenso. Había que saturarlo con misiones, partidos, trabajos de precisión e intendencia, a veces con el mantenimiento y en otras ocasiones pidiéndole la firma y el sello.
Ha sido el mejor ala-pívot de la temporada y ha tenido 22 partidos de play-offs para convencer a tanto ateo de su competitividad. En la final contra Orlando Magic, toda la prensa estadounidense, del New York Times al USA Today, se puso a sus pies y él, desde arriba, escucha mejor. Desmintió a Superman porque el elefante tiene cuatro patas (Dwight Howard) y una memoria que te aplasta (Pau Gasol). No hubo rincón de la pista no explorado por el de Sant Boi, resuelto a la hora de defender en el mismo partido a Rashard Lewis, uno de los mejores triplistas de la liga y a Howard, el ogro de las zonas de la NBA.
Gasol ha vivido la final como un recreo. Se le veía disfrutar entrenando y hablando con la prensa, con un sentido lúdico de la alta tensión propio de los elegidos. En el último partido de la temporada, arrasó a Howard con suavidad imperceptible, demoliendo con cuidado, con paciencia arrolladora. Gasol es un artesano sin escrúpulos, dueño de una carta astral que había anunciado todo lo que ha ido sucediendo. En menos de un mes cumplirá 29 años junto al Mediterráneo. Con el anillo a buen recaudo y en chanclas seguirá recibiendo en el móvil mensajes de madrugada por parte de Kobe
Bryant,
solicitando secuelas.

El ocaso de la violencia 08/05/2010 ACB. com Gonzalo VÁZQUEZ

No hubo escenas de sangre. Exceptuando la tímida bronca en el estreno de Boston y alguna caricia entre San Antonio y Dallas, la película no ha pasado este año del suspense al terror. Eso que Belbow resumía en el Globe de manera sencilla: "The intensity of the playoffs only amplifies the tension".

Una tensión que en ninguna edición remite y que ve endurecer el baloncesto y aumentar la proporción de faltas flagrantes por estas fechas. Pero una tensión cuyas consecuencias tienden inevitablemente a ser moderadas con el paso del tiempo. Basta un poco de retrospectiva para comprobar que la violencia, en sus formas más extremas, ha sufrido un serio revés después de muchos años en que su combate no era suficiente.

De algún modo se ha conseguido que la violencia escandalice. Con efectos sin precedentes.

Y donde antes el violento podía incluso proseguir en pista sería hoy conducido al estrado como un condenado más. Culpable. Sin paliativos.

Y valdría preguntarse cómo ha sido todo esto posible. Cómo la intervención cada vez mayor de lo físico en el juego no ha visto un paralelo desarrollo de la violencia, o al menos, de los riesgos que harían estallar la mecha con mayor facilidad. Sobre todo cuando trasladando la ecuación a la vida humana sabemos que una sociedad armada hasta los dientes encierra un potencial de asesinatos mucho mayor.

Es interesante asomarse a lo ocurrido.

La historia de la NBA es también la historia de una sucesiva y metódica represión de la violencia. No tanto de las pulsiones violentas como de su liberación.

Tomamos aquí la idea de violencia en el más amplio sentido. O dicho de otro modo, como todo acto contra el ordenamiento legal. De manera que una falta sería el primer paso en una escala no muy grande que acabaría hipotéticamente en la muerte.

Para empezar subyace al mundo del deporte una brutal hipocresía que de un lado alimenta las pasiones más bajas y de otro lamenta que estallen. Un conflicto que la experiencia ha demostrado irresoluble.

Lo que en cambio sí se ha conseguido es que los estallidos de violencia desciendan en número y resulten cada vez menos graves. No fue sólo el natural curso de las cosas o la civilización del deporte. Es que las peores excepciones y los periodos más críticos actuaron como estímulos. De manera que Heysel (1985) o el Palace (2004) estimularon poderosamente la inflexión o lo que se conoce como política represiva.

No obstante sorprende ver cómo el concepto mismo de violencia ha ido variando con el paso del tiempo.

La de los primeros pasos de la NBA sugiere incluso trazos de cuadro costumbrista. La violencia no era un factor desapegado ni un cuerpo extraño a combatir. Era la forma misma del deporte. El fiel retrato de una época.

Se trata de un periodo donde la misma estructura social, libre, democrática, pero rígida y autoritaria, se ve reflejada en cada átomo de la competición. Los propietarios son capitalistas de cierta audacia que aprovechan los alisios de la posguerra; los técnicos, depositarios de una jerarquía tradicional; y los jugadores, ciudadanos trabajadores al servicio del equipo (comunidad), la organización (empresa) y la liga (nación). Compartir los mismos valores y desventuras en aquel principio confiere a todos la mentalidad de jugar en familia, lo que no impide un buen número de refriegas y peleas entre hombres que conocían bien el espíritu militar. Así el exceso en los contactos se asume con naturalidad y, con frecuencia, como una cuestión de honor que resarcir allí mismo, a duelo, en una suerte anacrónica de violencia noble.

No había en suma diferencia entre baloncesto y baloncesto violento. Todo era uno.

De ahí que originalmente apenas hubiera contraste entre una falta y una falta excesiva. Para que sonara el silbato no era necesaria la sangre. Pero pocas dudas había sobre su comisión y muchas de las broncas se originaban por la reiteración, el exceso o la represalia. Pero casi siempre, y en esto han cambiado poco los tiempos, como consecuencia de una falta.

La intervención en el reglamento como medio corrector de la violencia nace casi con la misma liga. En modos y medidas que hoy se antojan inocentes porque el objetivo no era tanto impedir las peleas como el beneficio del agresor.

Ya en 1950 un pequeño equipo asesor del comisionado Maurice Podoloff, que no ignoraba las virtudes comerciales de las reyertas al modo del hockey, introduce un pequeño cambio para evitar la plusvalía de los astutos.

En los tres últimos minutos, después que el jugador que recibiera una falta lanzara un tiro libre, la posesión no volvía a manos del infractor. Había salto entre dos, la víctima y su verdugo. Dos años después el jugador rival que intervenía en el salto ya no era el verdugo sino el hombre que defendía a la víctima antes de la falta. Esto fue debido a que los equipos que pretendían ganar ventaja de la comisión de faltas enviaban como sicarios a sus hombres más altos.

Nace así una bonita distinción entre la falta por error y el deliberate fouling que tantos quebraderos dará en el futuro.

No habría en adelante grandes cambios. 

La liga vivió años de relativa serenidad con una violencia tolerable hasta bien entrados los años setenta.

Una violencia tolerable equivalía, tal y como describía Dan Hofner en el Times, a una media de tres peleas por semana, a romperse los dientes a codazos al rebote y a la ausencia de un cuerpo reglamentario con facultades sancionadoras. Un escenario que alimentado desde la prensa -Basketball tougher than pro football? (Phil Elderkin, 1965)- despertaba un velado orgullo en un mundo de hombres que tímidamente estaba incorporando a los negros a la batalla.

La violencia como inconsciente juego de virilidades dio lugar a maniobras de poder típicas del cine negro. Uno de estos episodios terminó con la expulsión de Red Auerbach en 1963 al entrar a pista, enfurecido por un goaltending sobre Bill Russell, con la intención de agredir al colegiado Sid Borgia. Con Hawks y Celtics en modo polvorín tuvo que intervenir la policía y en su camino a vestuarios Auerbach las tendría tiesas con un aficionado. El recién llegado al cargo Walter Kennedy impuso al técnico la mayor multa conocida demostrando así quién era de verdad el jefe de la liga. Auerbach, intocable hasta entonces, contaría con auténticos matones a sueldo como Brannum, Loscutoff o Lovellette.

En ocasiones, si los matones no podían vestir de corto, eran contratados incluso para una noche por algún equipo. Fue el caso del directivo Lou Mohs para proteger a sus Lakers de la visita de los Knicks en enero de 1964. Solía preceder a estas maniobras un sentimiento de venganza por lo ocurrido en alguna velada anterior.

(Para un esclarecedor retrato oral de aquella época véase el cap. Twenty-five bucks for a punch, en Tall Tales: The Glory Years of the NBA, Terry Pluto, 1992).




Eran tiempos, como reconocería años más tarde el ideólogo del Flagrant Foul System, Rod Thorn, en que todo lo que ocurriera en pista quedaba en manos de los jugadores. Como si reglamento y árbitros poco pudieran hacer para evitar la explosión del desorden.

Pero a medida que transcurrían los años aquella violencia tolerada por todos fue gradualmente dejando de serlo. Porque los episodios y sobre todo la tendencia anunciaban cada vez peores consecuencias. Consecuencias que trascendían la anecdótica enzarzada de Bobby Dandridge y Jack Marin en las Finales de 1971.

No sería hasta 1975 que la suave entrada en la presidencia de Larry O'Brien duplicó las sanciones económicas por conductas de tipo antideportivo. De 50 a 100 dólares la multa (incrementada a 500 en 1984) también para los expulsados que se resistieran a abandonar la escena. El contacto físico con los árbitros pasa igualmente a ser penalizado con riesgo de suspensión.

Unas penas irrisorias que en el fondo estaban motivadas por el triste espejo que suponía la ABA, y por un temor todavía latente a que sanciones mayores disuadieran a las estrellas de seguir en la liga cuando obsesionaba a su comandancia asestar el golpe definitivo a la hermana pobre.

Poco imaginaba O'Brien el oscuro periodo que se avecinaba y que no tenía en realidad relación con la otra liga, absorbida finalmente en 1976. Para entonces la realidad había tomado una gran ventaja a su control. De manera muy tímida aquel año será el primero que penalice el empleo de los codos con riesgo para los jugadores. Costumbre que la tinta más satírica había atribuido a Wilt Chamberlain como el único y genuino elbows chain-pion.

Terminando la temporada de 1977 y habiéndose duplicado el número de peleas cualquier jugador implicado en una de ellas pasaría a ser castigado automáticamente con multa y suspensión.

Papel mojado.

En pleno segundo partido de aquellas Finales Darryl Dawkins y Mo Lucas convirtieron por unos segundos la pista en un cuadrilátero. Tres meses antes Bob Lanier había tumbado a Jim Eakins con un fuerte guantazo a modo de martillo que contrariamente al pisotón en la cabeza de Warren Jabali sobre Jim Jarvis (ABA) sí captaron las cámaras. Dos de muchos otros ejemplos.

Transcurrido el verano nunca una medida daría peor resultado.

A los dos minutos de iniciada la competición Abdul-Jabbar se disloca la mano derecha en Milwaukee al desatar un directo sobre el rostro de Kent Benson como represalia a un codazo en el estómago. No era más que el preludio a lo que estaba por llegar. Una temporada en que la violencia deviene en epidemia.

No fue nada casual. Respondía, como suelen los procesos, a un subterráneo que gradualmente acabaría conquistando la superficie.

En poco tiempo el baloncesto NBA había conocido el peor desarrollo de la lucha por la posición de los hombres altos. A las batallas bajo el aro se añade la manifiesta intimidación sobre los pequeños que se atrevían a penetrar.

Desde un punto de vista técnico la violencia soterrada alcanzó tal frecuencia e intensidad que muchos jugadores extremaron la competencia sin balón en los aledaños del aro hasta hacer del juego un particular conflicto inter pares.

Así el curso de 1978 experimenta un repunte que registra nada menos que 40 peleas una abrumadora mayoría de las cuales implica a los llamados enforcers. Precisamente a ellos dedicaba Sports Illustrated su portada y reportaje central en octubre, coincidiendo con el inicio de la temporada.

El 9 de diciembre Rudy Tomjanovich mantiene durante unos terribles instantes un pulso con la vida en lo que hasta entonces fue el peor episodio de violencia en la historia de la NBA. Kermit Washington, el autor del puñetazo, sería suspendido de empleo y sueldo durante dos meses (en realidad lo sería de por vida). Y sin embargo el 17 de diciembre, apenas una semana después, el joven alero de Buffalo Bill Willoughby desata otro puñetazo sobre Gus Gerard mientras en otro partido Adrian Dantley la había emprendido contra Dave Meyers.

Aún restaban otras tres docenas de incidentes de severa violencia. Las palabras de Calvin Murphy no lo podían explicar mejor: "Cualquier día vamos a ver morir a alguien".

La prensa nacional aprovecha el desastre para arremeter contra una NBA a la que hacía tiempo que tenía ganas. El influyente New York Times, en un durísimo editorial, se pregunta en qué clase de subversión ha dado el baloncesto. Y responde: "Bajo los tableros la fuerza y la intimidación son el único juego que hay". En enero Curry Kirkpatrick, de nuevo en Sports Illustrated, refiere la dramática situación como "escalada de violencia" y esgrime las tensiones raciales y la desigualdad salarial como detonantes. El rey de los interiores de la época, Kareem Abdul Jabbar, víctima de los excesos de la mayoría de enforcers como había ocurrido antes con Chamberlain, rompe su silencio: "Mientras la liga continúe viendo este juego como un deporte de contactos, una filosofía que a mi juicio es altamente cuestionable, las faltas violentas seguirán sin ser detectadas". Y advierte que la situación no dejará de empeorar en tanto la óptica arbitral permita "maximizar los contactos y minimizar el potencial de las reacciones violentas".

La epidemia multiplica las críticas y titulares por todo el país -Basketball as combat sport, Violence on the court, etc.- e incluso The Wall Street Journal se suma a la carga acusando a la NBA de haberse convertido en la National Boxing Association.

La dureza en el baloncesto había alcanzado su masa crítica.

Todo ello apremiaba un cambio drástico en la dirección de las cosas. Terminada la temporada de 1978 Larry O'Brien, a través de su director ejecutivo, Larry Fleischer, y el joven abogado David Stern, resolvió poner en marcha un grupo de trabajo liderado por el responsable del reglamento, Joe Axelson, y el presidente de la Asociación de Jugadores, Bob Lanier. Un comité que desmentía las declaraciones del técnico de los Bullets, Dick Motta, y su excesiva confianza en el papel: "The rules are clearly written in the book. The just have to be enforced".

El mismo Curry Kirkpatrick había sugerido meses atrás dos ideas de carácter salvífico. La primera buscaba potenciar el factor arbitral: menor permisividad y mayor vigilancia. Propuso para ello incluir un tercer árbitro en pista y adoptar la línea de tres puntos, un experimento que ya tenía dos precedentes, la ABL de los primeros sesenta y sobre todo, la ABA, escenario donde había dado buenos resultados.

La inclusión del triple dilataría los espacios obligando a poner en práctica tácticas de alejamiento general del aro, despejar el interior de parásitos potencialmente peligrosos y lograr en suma una notable distensión del juego y sus más feroces intérpretes. 

Ambas fueron aceptadas.

La figura del tercer árbitro fue depuesta dos años después porque la liga no podía hacer frente a aquel gasto. En realidad a ninguno. La crisis de identidad había afectado muy seriamente al completo edificio del baloncesto profesional.

Pero entre 1978 y 1980 el reglamento espabila años de sopor con la restricción del hand-checking, la protección de las mesas de anotadores y la tímida entrada del concepto flagrant que ve su primer efecto en la ventaja de que el entrenador del jugador agredido elegirá al lanzador de los libres.

Gradualmente el infierno irá templando.

La década de los años ochenta vería una Edad de Oro deportivamente hablando. La concepción de la violencia daría un curioso giro con la entrada en el cargo de David Stern. Pero la ignición de los conflictos y sobre todo la proliferación de las peleas, si bien menor, no remitieron en exceso. De hecho lo harían muy poco.




Ocurrió que la renovada veneración por una histórica rivalidad y la buena marcha del negocio desplazaron repentinamente la importancia de los sucesos violentos. Contra lo ocurrido en la era O'Brien resultaba que la violencia no repercutía negativamente en las audiencias. Y nada lo haría hasta entrados los noventa.

Así se suele olvidar que los años ochenta fueron esencialmente violentos.

Una década que asiste impávida a la agresión de Cedric Maxwell a un espectador del Spectrum en plenas ECF, a una sucesión de puñetazos de Buck Williams sobre un Lonnie Shelton tendido en el suelo, de Robert Parish a Bill Laimbeer o de Olajuwon sobre Paultz; a interminables segundos de combate entre Mark West y James Donaldson o a la legendaria refriega entre Julius Erving y Larry Bird. Incluso algunos capítulos, con especial atención a la histórica flagrante de McHale a Rambis, serían arropados de preciado carácter épico sin gran represión de las imágenes por parte de la propia liga.

Porque en el fondo la rivalidad entre Celtics y Lakers fue el delicatessen que todos habían añorado. Pero también la quintaesencia de lo violento. Sin grandes reproches.

Así pues la violencia no era el problema. Acaso su gestión de cara al gran público.

La llegada al cargo de David Stern no marca propiamente un antes y un después. Lo hará pasados casi diez años, cuando el negocio comience a mostrar síntomas de agotamiento. Hasta entonces podía hablarse de una intervención en el reglamento como medio corrector. En adelante Stern se marcará como objetivo la erradicación de lo violento.

En 1988 acercaría finalmente al cuerpo arbitral a la toma de decisiones que implicaban cambios en el reglamento al tiempo que resolvía el regreso del tercer árbitro. Esta vez para quedarse.

Los noventa arrancarán en 1993. Lo harán de hecho en el mes de marzo, cuando Knicks y Suns aguardan al final del partido para ajustarse las cuentas y protagonizar la peor tangana de aquella década.

Stern, ahora sí, toma directamente cartas en el asunto -no dejará de hacerlo en adelante- y a través de Rod Thorn se establece un nuevo código de situación, un reparto posicional de los grupos en juego que prohíbe terminantemente entrar a pista. El primer jugador en abandonar el banquillo durante una refriega será multado con 2500 dólares. Y el equipo con 5000 por cada uno de los restantes que lo haga.

Quedan delimitadas las acepciones de la Flagrant Foul. De tipo 1, como acción de falta innecesaria. De tipo 2, manifiestamente excesiva. Nace igualmente el sistema por puntos que sanciona la acumulación de flagrantes. No mucho después lo hará con las técnicas.

Lo que consiguen los perversos años noventa es soterrar la violencia bajo la alfombra. O mejor, emplear las medidas represivas y la militarización defensiva del juego en su favor, incorporando la violencia al baloncesto con una naturalidad sin precedentes, como habían hecho con incuestionable éxito los Pistons, el nuevo patrón a emular.

Lo ocurrido entre 1993 y 2004 es digno de estudio. Un proceso que combina magistralmente la devaluación de todas las fuerzas creativas con la absoluta normalización de las potencias violentas. Al extremo de formarse plantillas enteras de ejecutores y enforcers al modo de Knicks o  Heat, la artillería perfecta para la nueva industria pesada. Un sofisticado trayecto, como había advertido Lacan, de las reacciones emocionales de ira (peleas) a las demostraciones de finalidad intimidante.

Son los años del acting out, la peor versión del trash talking y la obscenidad no verbal en el lenguaje in your face. La era del baloncesto narcisista y genital. Pero también de las reyertas cobardes. De colisión de manadas sin que aparezca claro el agresor o alguno tome la delantera.

Eran los primeros efectos de un velado temor a las sanciones.

La violencia había completado, pues, un perfecto círculo de perversión. Desde las peleas entre Bulls y Knicks y Hawks y Heat, ambas en 1994, a lo ocurrido en el Palace diez años después el baloncesto NBA podía ser un juego esencialmente violento de manos limpias. Sin aparente comisión de delitos. Infestado en su misma sangre.

Los terribles sucesos del Palace (2004), los peores nunca habidos, se explican por sí solos. Pero también lo hacen con el tardío final de una sórdida travesía que había permitido el cultivo de demasiados ingredientes nocivos.




La gravedad de lo ocurrido trascendía esta vez los editoriales de prensa. Entre el rigor y el oportunismo se multiplicaron los estudios que hablaban en términos de violencia indispensable, de porcentajes de sospecha -el 21 por ciento de los jugadores de la NFL había sido arrestado por agresión (David Walsh, ICFI, 2004)-, y de fenómenos que atacaban a las raíces mismas de la cultura norteamericana.

La alarma era incluso más grave de la encendida a finales de los setenta. Aunque la teoría insinuara una tragedia similar: la ruptura entre estrellas y espectadores, el intocable star system y su principal depositario, el gran público.

"Soy yo quien decide", advertía con mano de hierro David Stern. A partir de Artest las sanciones podían valorarse en millones de dólares. Las salidas del banquillo acarrearían suspensiones automáticas, su equivalente en salario y multas de hasta 20 mil dólares. Dos flagrantes la misma noche conllevarían suspensión y el hand-checking quedaría definitivamente prohibido en campo abierto.

El reglamento pasa incluso a un segundo plano y su soberanía será suplantada por la decisión personal de los guardianes contra los unsportsmanlike acts. Cargos como Russ Granik y Stu Jackson comienzan a ocupar planos de actualidad.

Poco antes Jerry Colangelo había heredado la tarea iniciada por Rod Thorn y arropado por un comité de expertos establece una fina aritmética que busca equilibrar espacios y contactos. En realidad la nueva política reglamentaria no buscaba poner fin a la violencia. Sino liberar el juego de los correajes que venían sometiéndolo la década anterior. Sólo que las consecuencias serían muy favorables en el terreno de lo violento. Mayores incluso de lo esperado.

Como si en la misma constitución del juego residiera la solución. De modo que a mayor castigo al contacto mayor evaporación del juego duro, el caldo que conducía a los jugadores a la ebullición.

Sobre ello gravitó una política ilimitada que se extendió vertical y horizontalmente: implementación de la seguridad en los pabellones, prohibición de venta de alcohol en los últimos cuartos, código de vestimenta y un límite de edad de acceso a la NBA. Los árbitros tendrían incluso potestad para expulsar a espectadores.

Así en la segunda mitad de los dos mil, obviando la cobarde trifulca entre Nuggets y Knicks, los incidentes resultan tan aislados que el empujón de Robert Horry a Steve Nash, el baloncesto terrorista de Bruce Bowen o el discreto codazo de Garnett sobre Richardson alcanzan una relevancia excesiva, en otro tiempo impensable, y que verifica la condición escandalosa que precisamente David Stern pretendía para las llamadas acciones violentas.

Sprewell, Artest, Carmelo o Arenas serían colgados sucesivamente a la vista de todos.

La operativa de represión amplió al máximo las fronteras del control. De modo que fuera posible sancionar a jugadores, técnicos o propietarios que cargasen contra la labor arbitral. Jackson, Cuban, Van Gundy o Howard saben que la crítica ni siquiera debe producirse a micrófono abierto. Cualquier canal de las nuevas tecnologías tiene perfecta validez.

Los resultados de todo este gigantesco proceso histórico se viven aquí y ahora.

En relación a tiempos pasados la NBA actual es una bucólica pradera de juego.

Al extremo de que la violencia explícita de antaño ha devenido hoy en material que descifrar: enganchones al hierro con riesgo de técnica, el mismo castigo por partida doble a un ligero intercambio de malas palabras; no levantar al rival tendido en el suelo, preámbulos en los videomarcadores que enciendan los ánimos o números previos al salto inicial que marquen territorio subrayando la presencia de machos alfa, al estilo de Kevin Garnett.

Peligros autorizados para todos los públicos.




Erradicar la violencia del baloncesto representa un bien deseable.

Pero las medidas represivas en cualquier ámbito de la vida no suelen reconocer límites claros. De manera que si la intervención de lo artificial prosiguiera su camino hasta la más absoluta tiranía, daríamos en absurdos tales como la expulsión de Tim Duncan por esbozar un simple sarcasmo en el banquillo o la condena pública de un jugador que no salude a sus verdugos, un uso completamente normal en los venerados años ochenta.

Un panorama esclerotizado por el absurdo represivo sería incluso menos deseable que la violencia a reprimir.

Por dos razones:

  • Porque todo deporte de equipo es por naturaleza violento.

  • Y en consecuencia, ninguna represión conseguirá nunca librar al deporte de estallidos de violencia igual que la Sociedad de Naciones no pudo evitar la gran guerra.


No mientras sea el hombre quien esté ahí abajo.

La rara identidad zurda 08/05/2010 ACB.com Gonzalo Vázquez

En el mundo hay de todo. Hay autistas y gigantes, locos y guapos, ricos y obesos, pilotos y ciegos, albinos y poetas.

Y hay zurdos.

Los hay por todas partes. Los hubo siempre. Y en una proporción sospechosamente invariable. Entre ocho y trece sujetos de cada cien nacen inclinados al otro lado.

Hay toda una rica literatura creada en torno a esos individuos que están aquí desde el principio y, más que nadar contra corriente, ocupan uno de sus márgenes, el suyo. Sorprenden al diestro con su rareza y sugieren por ello un extraño colectivo cuyo único denominador común es eso mismo: ser zurdos. Tocar el mundo con la otra mano.

Son tan diversos y numerosos los estudios sobre esta suerte de vida que ni su sola mención cabría aquí ni se daría, por pequeño que fuese, un acuerdo. Parecen morir antes, fueron estigmatizados en tiempos y culturas (siniestro proviene de izquierda), ganan más dinero, su presión sanguínea es mayor y un sinfín de extrañas teorías y cosas. Son estudios que van de la genética a la ergonomía, de la demografía al arte, de la sociología a la economía o de la historia a la neurología. Estudios a menudo tan fascinantes como ese recurrente encanto que los asocia al genio (Aristóteles, Leonardo, Miguel Ángel, Newton, Einstein, Gandhi, Chaplin, Hendrix).

Porque la ciencia empieza a acordar con ellos una especie de pensamiento divergente (Dr. Stanley Coren) que hablaría en términos de inteligencia. Como si emplearan los dos hemisferios del cerebro en proporción muy superior a los diestros, promoviendo asociaciones de ideas nada convencionales que alumbraran territorios inexplorados.

Aquí el campo es mucho menor. Infinitamente más pequeño. Pero no por ello menos apasionante. Así el artículo bien podría prologar una bonita obra por título El baloncesto zurdo. Y como tal, no son más que unas líneas sin un significado preciso.



El zurdo más famoso del mundo


Para empezar no hay en el mundo un solo jugador diestro que no haya experimentado, a cualquier nivel de juego, la radical diferencia que supone incorporar a la escena a uno de estos tipos. Cuando el balón cae en sus manos el mundo de repente da la vuelta, gira del revés. Y esto pone en alerta a todos. Alarma: zurdo a la vista.

Porque lo primero que enciende la visión ante un jugador zurdo es que, por encima de cualquier otra consideración, es zurdo, radicalmente zurdo.

Esto, como demasiado evidente, no lo es tanto. Significa que el zurdo es más zurdo que el diestro diestro. Que el diestro usa y el zurdo abusa. Que éste hace de su diferencia un referente mientras el diestro reparte sus poderes como más moderadamente por todo el cuerpo.

En el fondo hay en esto mucho de ilusión óptica. El mundo está organizado de tal modo que el zurdo asoma demasiado a ojos de todos, jugadores y espectadores. Incorpora su diferencia a un plano tan cenital que la amenaza, esa mano inquietante, salta en exceso a la vista ofendiendo a la seguridad del diestro.

Esa sensación algo embarazosa actúa como un síndrome y se explica de modo sencillo: un jugador diestro ignora a menudo dónde se encuentra su tesoro más preciado. El suyo propio. Y sin embargo está convencido de dónde reside el peligro en los jugadores zurdos. Eso genera una ligera turbación, una molestia, una incomodidad que luego podrá ser o no apagada. Pero aflora de entrada.

Otra de las típicas ilusiones ópticas es que sorprende mucho más la canasta con la mano izquierda de un jugador diestro que la cesta diestra de un jugador zurdo. La explicación es tan simple como que una -la canasta del zurdo- se adapta al orden de las cosas y la otra lo quiebra, siendo esta última como mayor motivo de aplauso. El caso más cercano al mito del ambidiestro pertenece a Larry Bird. Nadie reparó nunca en elogiar el uso de su mano izquierda. Pero al mismo tiempo muy pocos en considerar su zurdera natural, es decir, que su vida privada operaba con la mano izquierda.

En el baloncesto, donde las manos son el juego mismo, los zurdos han tenido siempre una presencia natural -en proporción a la estadística-. Pero su intervención tuvo siempre algo de especial. Y muy sobre todo en algunos casos. Casos que hay que decir desde ya, fueron pocos.

Nuestro tiempo ha superado la idea de que ser zurdo fuera un defecto. El baloncesto debiera pensar lo mismo si cree que es una ventaja. Porque no lo es más allá del factor sorpresa que supone medirse a una categoría técnica tan en minoría.

Cualquier estudio sobre ellos en nuestro juego debiera ser honesto empezando por alejar esa idea de que los zurdos son iguales o parecidos entre ellos. Porque no es así. A lo más, lo fueron siempre en su mecánica de lanzamiento. El célebre séptimo partido de las Finales de 1970 arranca y termina con sendas canastas de jugadores zurdos, Willis Reed y Dick Barnett. Si cortáramos el plano del torso hacia arriba en los dos tiros, observaríamos muy poca diferencia. Y sin embargo la hay. Tan grande como la estatura.

En nuestro deporte los zurdos no han sido ni los mejores ni los más fuertes. No han dominado nada en particular. Hay de hecho muy pocos entre los que la historia estima mejores. De ellos tan sólo siete de los cincuenta elegidos en 1997 fueron zurdos. Un catorce por ciento del total para verificar esa proporción mundial.

Entonces, si los zurdos no se parecen demasiado entre sí y lo hacen poco o nada con sus hermanos diestros, ¿cómo poder agruparlos por debajo de la cualidad que les da nombre?

Para estos casos lo más acertado suele ser alumbrar un eje muy sencillo, algo que pueda saltar a simple vista. Y ese algo lo encontramos en un concepto que podríamos denominar predominancia.

Siendo justos no todos los jugadores zurdos hacen de su mano izquierda su principal fortaleza. No todos se explican casi exclusivamente a través de su zurdera. La predominancia nos ayudaría a entender el grado de intervención en el juego de esa mano izquierda. De manera que podamos separar de forma natural la predominancia extrema en Toni Kukoc de la predominancia baja en Bill Russell.

Esta variable contribuye además a aclarar dos cuestiones cruciales:

- El consumo de balón. No hay factor más decisivo en el reconocimiento de un zurdo.
- Y en consecuencia, la relación inversamente proporcional entre la estatura y la predominancia de la mano izquierda. Como si a mayor altura menor fuera el abuso de una sola mano.

Como suele, nada mejor que los ejemplos para aclarar un campo tan amplio. Y la predominancia nos va a permitir abrir al menos cuatro grandes categorías en el género zurdo:


Zurdos de predominancia baja

La elección facilita mucho las cosas. Cierta observación a la demografía histórica indicaría que la estatura actúa en los zurdos reprimiendo el abuso de su mano predominante. Y más que la estatura cabría hablar de posición. Esto es, que cuanto más vencidos los jugadores al juego interior mayor fue su integración en un tipo de baloncesto que no precisaba de exhibir en exceso la mano izquierda.

Así ejemplares como Bill Russell, Willis Reed, Clifford Ray, Bob Lanier, Caldwell Jones o David Robinson fueron zurdos como perfectamente podrían haber sido diestros. Lanzaban, pasaban o taponaban con su mano izquierda porque eran zurdos. Pero no abusaron de ello a un extremo que los diferenciase especialmente de los interiores de su época. Y en el combate cuerpo a cuerpo, la escena ideal para el deporte zurdo, esta igualación en los hombres altos se ha venido verificando siempre.

Las batallas de Russell y Chamberlain y de éste con Abdul Jabbar -con especial claridad en las WCF de 1971- no se distinguían por el uso de manos sino mucho más por el combate posicional en las cercanías del hierro. Y lo mismo en el caso de Lanier y Abdul-Jabbar, y sobre todo, en el de Robinson-Olajuwon. En este último los grandes episodios brindados, y muy en especial en mayo de 1995, confirmarían que el llamado factor sorpresa de los zurdos es un asunto menor en relación a la calidad técnica de ambas manos. O cómo un gran pívot zurdo puede ser completamente anulado por su par diestro.

Es como si en los espacios interiores, allá donde se reducen los desplazamientos y la libertad de manos, el zurdo ahogara su distintivo sin que suponga un factor técnicamente relevante. A menor espacio mayor la distribución del juego hacia porciones del cuerpo que escapan propiamente a las manos.





Zurdos de predominancia media

Conviene recordar que estas categorías son genéricas y, por lo tanto, más abiertas que cerradas. Permiten distinguir gráficamente tanto como integrar a unos y otros en una escala mayor o menor en función de diversos factores uno de los cuales no puede ser omitido: la conversión táctica de la edad.

En una primera etapa Chris Mullin, zurdo hasta los tuétanos, era un jugador en progresión hacia la condición de all around. A medida que se fue haciendo anotador fue incapaz de concentrar sus poderes en una sola mano, por muy visible que ésta fuera.

Con el paso del tiempo Mullin fue desnudando gradualmente todo lo demás hasta mantener intacta su mayor virtud técnica de siempre: el tiro, algo que por obligación había llevado al extremo en Barcelona ("¡Noticia! -exclamaba Barthe-. Mullin acaba de fallar"). Esto explicaría que el último Mullin de Indiana pudiera ser, en esta teoría de manos, perfectamente intercambiable por un diestro puro como Chuck Person. Porque para entonces su zurdera ya sólo se hacía visible a través del tiro.

En un grupo que ve la presencia de Michael Redd o Kareem Rush la cosa se explica de modo sencillo. Cuando los jugadores llamados pequeños no intervienen excesivamente en el dribbling ni se marchan de sus pares valiéndose de su zurdera, cabe hablar de predominancia media, una categoría muy generosa que permite integrar a los zurdos de bote escaso y tendencia al tiro (Dick Barnett, Derek Fisher) como a los que reprimen muy mucho su consumo de balón por bienes más generales (Lionel Hollins, Tayshaun Prince). Estos jugadores no son abusivos en ningún caso; no hay un aspecto hegemónico en ellos, ni siquiera su mano predominante. Ejemplos como Dave Twardzik o Jack Marin ratifican que ser zurdo en los años setenta no implicaba correr a bote izquierdo como locos. Las detenciones en el juego, sus esperas con el balón bien atrapado a dos manos aguardando el pase, hablarían en términos de calma zurda que permitiría incluso integrar a anotadores algo más templados como Gail Goodrich o Billy Cunningham o sujetos tácticamente más intermedios como Michael Young o Delonte West.

De ahí que esta categoría resulte muy amplia. Es capaz de acoger jugadores zurdos de inclinación interior por estatura (Michael Beasley, Josh Smith, David Lee, Bison Dele, Chris Bosh, Wayman Tisdale, Dave Cowens) como a ejemplares profundamente reconvertidos.

Un ejemplo perfecto de cómo la conversión interior reprime la zurdera natural lo ofrece el caso de Stacey Augmon, de exterior agresivo de atletismo zurdo a interior de contención sin relevancia de manos. 

Algo parecido ocurrió con un zurdo puro como Derrick Coleman. En una primera etapa su caso era perfectamente hermanable al de Zach Randolph. Y sólo el descenso en la proporción de lanzamientos, más desmedida en este último, termina por separarles.


Zurdos de predominancia alta

La más clara de las cuatro categorías. Agrupa a la inmensa mayoría de exteriores pequeños de género zurdo que ha dado la historia.

Es la más visible de todas porque el consumo de balón, una imagen que se traduce en decenas, centenares, miles de botes de repetición con esa mano extraña, botes tantas veces seguidos de lanzamientos zurdos, pone de manifiesto que el factor predominante en esos jugadores lo es infinitamente mayor que cualquier otro aspecto a reseñar.

Puede que no haya nada más reconocible a la vista en los jugadores zurdos que la reiteración, no del bote y el tiro por separado, sino de una secuencia dactilar que vincula a fuego ambos: bote y tiro. Zurda y zurda.

Es un aspecto tan rotundamente común en ejemplares de ancha historia como Guy Rodgers, Lenny Wilkens, Al Skinner, Kevin Porter, John Lucas, Nacho Solozábal, Johnny Dawkins, Avery Johnson, Ferdinando Gentile, Kenny Anderson, Greg Anthony, Elliot Perry, Nick Van Exel, Travis Best, Damon Stoudamire, Jalen Rose, John Crotty, Carles Marco, Cuttino Mobley, Beno Udrih, Mike Conley, James Harden o Brandon Jennings, que para definir al género zurdo en toda su extensión bastaría con esta corriente alterna de electricidad completamente zurda, el factor determinante en el más numeroso de los grupos.


 


Esta categoría incluye un tipo algo extremo de jugadores que parecían afrontar el baloncesto como una colisión directa entre su tiro zurdo y el mundo. Los casos de Zach Randolph, Kenny Simpson o el tardío Walter Berry son, casi antes que zurdos, jugadores abusivos, auténticos manirrotos.

Por otro lado la estatura o la posición interior no siempre actuaron reprimiendo la zurdera. Así fue en Jeff Turner, Brad Lohaus, Sam Perkins, Anthony Mason, Calbert Cheaney, Rodney Rogers, Chris Gatling o el más manco de todos, Keon Clark. Jugadores que por diversas razones no sintieron la necesidad de emplear ambas manos. El caso de Artis Gilmore es muy llamativo en este sentido. El hombre se retiró muy longevo sin descifrar el apoyo de su mano derecha al balón en los tiros libres. Su diestra era sencillamente nula.

Asimismo un híbrido entre el perímetro y el interior como Lamar Odom cabe en este grupo por lo desconcertante de su mano derecha, una cualidad mucho más común en los zurdos de lo que se presume a la vista. En el alero angelino son años de costosa tendencia al apoyo de su mano y costado derechos y aun así sería muy difícil integrarlo en otra categoría que no oscureciera la mano diestra.


Zurdos de predominancia extrema

El más fascinante de todos los géneros. El que invita a emplear la expresión zurdo puro y hasta a zambullirse en ese imaginario que les atribuye un cierto misterioso genio creativo.

Si ya sorprende el uso de esa mano falsa en el panorama general del juego la intervención de un zurdo extremo moviliza la atención y provoca una fuerte impresión en el ojo espectador. A menudo esa primera impresión, si no entra en detalles, observa a un jugador cargante, retorcido y opulento en su diferencia. Su mano izquierda es una amenaza tan visible y constante que atacando semejan disponer de un machete con que poder cortar la maleza defensiva, todo lo que les vaya saliendo al paso.

La tremenda dificultad de defender a estos jugadores no estriba, como se pueda pensar, en lo desacostumbrado de hacer el espejo a un zurdo. Ésta es la menor de las razones. La mayor es que por algún motivo son jugadores de proceder extremadamente imprevisible. Como si al cortar agresivos hacia dentro obligaran a los defensores a recular en una décima todo lo aprendido en la defensa al hombre.

Cierto que la zurda agresiva se muestra muy difícil de defender en los combates mano a mano. Y aunque la apertura del zurdo se produzca por lo general hacia el lado bueno de los jugadores diestros no resulta nada sencillo el desplazamiento extra a que obligan. Y nada más reconocible en ese sentido que la bandeja apurada de un zurdo con el hombre encima. Por alguna extraña razón y un magnífico uso del cuerpo al contacto lateral los zurdos reciben pocos tapones en sus entradas al hierro.

La creatividad no es un rasgo ni mucho menos exclusivo de estos jugadores. Pero la creatividad puede ser el más distintivo de los rasgos en algunos zurdos extremos. Irregulares o de corto brillo, tendentes a la dispersión y aislamiento, pero en todo caso proclives a la creación inmediata y a menudo contra la lógica, como tanto sorprendía Igor Kudelin.

En este mismo sentido de creación ininteligible el baloncesto de Larry Spriggs a su paso por Madrid era una constante rebelión a la forma. Así no había lanzamiento que no viniera precedido de inexplicables rectificados o pases que no tuvieran forzosamente la intención de desenlace. Como si en una novela de detectives el tipo sólo pudiera escribir la última página.

La historia, esa relectura que acierta en subrayar tanto como yerra en olvidar, ha concedido una importancia crucial a Earl Monroe como detonante de los llamados skills con balón que prefiguran parte del baloncesto moderno. Y sin embargo el calado directo de Nate Archibald fue mucho mayor en los jugadores pequeños, y muy especialmente, en los exteriores zurdos. De Archibald deriva no sólo un genial diestro como Isiah Thomas, sino todo ese numeroso fenotipo citado en el epígrafe anterior. Toda una masa de pequeños que resultaría informe e inclasificable de no haber sido por la continua electricidad de su mano izquierda.

Si hubiera de rescatar un ramillete de nombres que abriese una categoría casi exclusiva para ellos, un selecto colectivo de extrema izquierda, tal vez nada más representativo que el trío formado por Sarunas Marciulionis, Toni Kukoc y Manu Ginobili.




Sobre notables diferencias en su despliegue comparten sin embargo una misma huella dactilar. Una zurda genial. Un brutal contrapunto del juego que invitaba a pensarlos en eso que el inglés refiere como game changers.

Resultaría sencillo definirlos simplemente como meros abusadores de su arma principal. Pero hay algo más. Hay mucho más. Un factor de inteligencia que ocupa un primer plano precisamente a través de su gran misterio, el más visible de todos: su mano izquierda.

Son incontables las acciones que confirmaban no ya un gran entendimiento del juego sino una forma de comprenderlo como específicamente suya. Y a juicio de muchos rivales, seguramente endemoniada.

Detenido frente a su defensor, descendido el tronco al completo, la oscilante secuencia de bote bajo a zurda de Toni Kukoc antes de emprender la arrancada -lapso de confusión que Valdano refirió en Butragueño como el embrujo- era el preludio de uno de los mayores problemas que una pista de baloncesto haya conocido jamás en Europa. Un 2.08 que de inicio obligaba al defensor a descender su centro de gravedad tan a ras de suelo como la intuición defensiva. Era una de tantas maneras de jugar con el rival como con un muñeco. Una permanente sorpresa que se apagó tan pronto Kukoc salió de Europa.

Porque de la misma manera que Petrovic fue barrido de alardes técnicos a su paso por New Jersey, Kukoc terminó siendo en Chicago un zurdo de predominancia media. Ambos casos en nombre de la eficacia. Una eficacia real. Pero a un alto coste formal.

Mucho más hermanados aparecen Marciulionis y Ginobili. Contar con un tronco inferior muy poderoso permite cambios de ritmo que causan sistemáticos desequilibrios. Y con una frecuencia reveladora, irremediables. Nunca un zurdo supo abrirse de manera más imparable hacia su lado bueno que Ginobili. En este zurdear el juego es curioso que estos jugadores precisen muy poco del crossover, recurso mucho más propio de la fauna diestra.

De las grandes diferencias que abre el argentino con el lituano, una de las más interesantes proviene de la secuencia de bote. Uniforme en Ginobili, discontinua en Marciulionis. Éste aprovechaba un bote alto y contundente que pausaba por sistema arriba, al contacto del balón con la mano, procurando así la enorme sorpresa de arrancar en cualquier dirección desde ese punto. Y más allá, dotar al balón en los pases de una ligereza propia de los grandes pasadores. Este tipo de zurdo suele además disparar los pases al bote, sin ningún otro apoyo. Gusta de ello porque domina infinitamente su mano.

Cuando a un zurdo extremo como Ginobili se le añade el hustle de Rodman o Cowens el resultado es una amenaza total y la conversión de la mano izquierda más que en un apéndice del tronco, en el cuerpo mismo. Como una compacta unidad. Así se explica el violento tapón a Garnett que acaba con éste en el suelo a pesar de la diferencia de más de veinte kilos de peso.

Los zurdos, de cualquier tipo, enriquecen enormemente el baloncesto. Pero generan una controversia que afecta incluso al gusto. Para unos resultan encantadores. Envidian esa rara facultad. Para otros, en cambio, no son más que una perversión técnica.

Y sin embargo, el día que aterrice en el mundo el zurdo perfecto sabremos que deberá funcionar con igual simetría que cualquiera de los más grandes jugadores habidos. Con la misma. Porque en caso contrario, no superará el síndrome. Y de momento los zurdos siguen pecando en exceso de serlo.

Afortunadamente el baloncesto sigue y seguirá siendo algo tan relativo que igual que hubo zurdos extremos hubo diestros del mismo polo (Connie Hawkins, Dominique Wilkins, Rudy Fernández) sin que ello suponga mayor ventaja que la que el cerebro encierre en cada uno de ellos.

A fin de cuentas son dos las manos.

El alero más alto del mundo 08/05/2010 ACB.com Gonzalo Vazquez

La noche había caído sobre Harrisonburg cuando la joven Valerie, ataviada con un suéter negro y unos ajustados pantalones campana de tela color beige, abrió la puerta. En otras circunstancias Valerie vestiría ropa más adecuada a su dormitorio que a la recepción de una cita. Pero no era una tarde normal. Había visita. Unos tipos importantes, de esos que ella no conocía y siempre terminaban revoloteando el hogar a causa de su hermano. 

Bajo el porche del número 530, en una de esas casas sureñas de madera blanca, Terry Holland presentó a sus acompañantes. Volvería a hacerlo unos segundos después, cuando Ralph y Sarah, salieron al vestíbulo al encuentro de los invitados. Eran cinco. "El señor Auerbach, presidente de Boston Celtics". Pero sólo dos convenía ser presentados. "Y el señor Mangurian, su propietario".

El resto era bien conocido por la familia.

-Pasen, por favor -invitó Sarah, con aquella destreza adquirida en los dos últimos años como la mejor representante de su hijo, mucho más que el marido.

Todos tomaron acomodo en el amplio living. Flanqueaban a Red Auerbach y Harry Mangurian en sendos sillones Terry Holland, entrenador de Virginia, y Roger Bergey, técnico del instituto Harrisonburg. A su lado, el profesor de Derecho Sam Thompson. La presencia de este último cuidaría de que los dos hombres de Boston no rebasaran sus pretensiones vulnerando la estricta normativa NCAA. Aquella tarde Thompson no era sólo el agente del jugador elegido por la familia. También notario y censor.




Valerie sirvió sobre la mesa café suficiente para que los invitados mantuvieran su mente despejada y Sarah abrió la velada.

-Ustedes dirán.

Hasta entonces Auerbach no dejó el maletín a sus pies. Pero ninguno de los invitados se quitó la chaqueta, cargando el ambiente de una solemnidad seguramente indeseada.

-Señora Sampson -inició Mangurian-, el motivo por el que estamos aquí es evidente y ustedes lo conocen. En primer lugar déjenme agradecer personalmente a usted y su marido que hayan accedido a esta cita.

El ademán aprobatorio de Ralph padre fue bien recibido por los presentes. Tal vez porque sabían que en realidad había sido Sarah la que posibilitó la reunión.

-Venimos -prosiguió el dueño- en representación del mejor equipo de baloncesto del mundo. Estamos aquí para dejar claras nuestras intenciones hacia su hijo. Le ofrecemos la posibilidad de sumarse a nuestra organización. Le procuramos el mejor destino y le prometemos su cuidado como si fuera nuestro hijo.

Era un comienzo esperado. Como lo fue la suave réplica de Sarah.

-Pero ustedes saben que esa decisión le corresponde tomarla a él.

-Y por eso estamos aquí -repuso aprisa el propietario-. Porque queremos hacérselo saber a ustedes, sus padres, como máximos responsables que son del chico. Comprendemos que está en una edad -Ralph tenía 19 años- y nos hacemos cargo. Respetamos los pasos que debemos seguir como siempre hicimos con nuestros mejores jugadores.

Perfectamente podría haber terminado todo allí, en una confirmación oficial del interés de los Celtics por Ralph Sampson y la esperada respuesta de Sarah afirmando una vez más que era decisión de su hijo.

Durante unos minutos Mangurian prosiguió su alocución, trufada de continuos parabienes al jugador y loas al equipo y organización de las que era su máximo representante. Thompson, reclinado convenientemente, hizo sus primeras anotaciones en un elegante cuaderno. El gesto parecía estrechar todavía más las fronteras de la conversación.

-Supongo que sabrán que hace un año -informó Ralph padre-, terminando mi hijo el instituto... Roger, tú lo sabes mejor que nadie -dirigió hacia el entrenador de Harrisonburg mientras éste asentía-, dos equipos profesionales ofrecieron a mi hijo la posibilidad de incorporarse a sus filas.

-Nosotros no actuamos así -intervino por fin Auerbach-. Nosotros no prometemos cifras que no podamos cumplir ni utilizamos a la prensa como cebo. Nosotros estamos aquí para decirles a ustedes lo que queremos ofrecer. Nuestras intenciones reales hacia su hijo.

En eso el viejo tenía razón. Y sólo porque sabía muy bien de lo que hablaba.

El asunto se remontaba a un año atrás, en la primavera de 1979, cuando Spurs y Pistons ejercieron de asaltantes al entorno de un adolescente que acababa de elevar a su instituto al segundo título estatal consecutivo aplastando a Suffolk con 26 puntos y 26 rebotes. Era lo de menos. A Sampson lo conocía ya todo el mundo. Profesional y universitario.

En aquella atrevida caza fue Detroit quien llegó más lejos.

Dick Vitale terminaba su primera temporada como técnico sin ningún éxito. Y ordenó a su asistente, Mike Brunker, una llamada directa, agresiva, irrechazable a su objetivo. La familia Sampson había depositado toda las labores de recruit en Roger Bergey, su entrenador en Harrisonburg, hombre serio y paciente. El recruit de Ralph Sampson se convertiría en la mayor operación en torno a un jugador en la historia del college. De los cientos de candidatos se estableció un primer filtro que dejaba todavía vivos a más de 180 centros, de ellos 50 entrenadores de visita, hasta llegar a una Final Four formada por Virginia, Virginia Tech, North Carolina y Kentucky.

El fin de semana anterior a la llamada Vitale había estado en Landover, en las gradas del Capital asistiendo al McDonald's. En la víspera de aquel partido Sam Bowie anunció su marcha a Kentucky. Las siguientes 24 horas nadie escapó a la tentación de pensar que Sampson jugaría junto a él. Sobre todo después de ser nombrado MVP con 23 puntos, 21 rebotes y 4 tapones, tres de ellos a Bowie, a quien dejó aquella noche en 6 puntos.

Para Vitale fue suficiente. Y Brunker sólo era un mandado. Un mandado sin apenas recorrido que enseñó aprisa sus cartas. "Muy bien, ¿de cuánto dinero hablamos? ¿Seis cifras?" -preguntó Bergey al teléfono. "No, señor. ¡De siete! Y como usted sabrá -los apremios eran muy mal recibidos por su interlocutor- el plazo es de 45 días antes del draft para enviar la carta al comisionado O'Brien. Necesitamos una respuesta ¡ya!". La trama saltó enseguida a la prensa y hasta la propia NBA tuvo que recordar públicamente el reglamento universitario. "Once you apply, you're a pro", sentenció un portavoz.

A Sampson le asustó todo aquello. Podía ser mucho dinero. Pero enviar aquella carta suponía que ningún centro universitario podría reclutarle. La renuncia era grande. Su formación estaba en juego.

Había además un temor más profundo. El chaval había visto recientemente a los Bullets. Y quedó impresionado con Wes Unseld. Cada una de sus piernas era como su cuerpo. No podía, se convenció, no estaba preparado para algo así.

Sampson dijo no.

Vitale sería despedido a poco de iniciada la competición. Fueron sus últimos días como técnico NBA. Aquella negativa se la cobraría a título personal en años de ofensiva mediática contra Sampson. A menudo como el único enemigo público.

-No es nuestro estilo -insistía Auerbach-. Y con el debido respeto esos equipos no son comparables a nosotros.

-¿Por qué? -formuló con astucia Sarah.

Auerbach se quedó con la palabra en la boca. ¿Cómo por qué? ¿Acaso tenía que explicar una evidencia? El viejo había peleado con los más terribles monstruos imaginables. Pero una mujer le superaba. Hacía poco más de un año que su llamada a Bobby Knight para ofrecerle el cargo de entrenador en Boston había durado cinco minutos. Y aun así, se sentía más cómodo que ahora. Lamentó en su fuero interno que no fuese Ralph padre quien llevara el mando. Al menos era un hombre. Alguien que sólo por eso entendía su lenguaje.

-Porque no están en una situación como la nuestra. No pueden ofrecer el futuro que nosotros ofrecemos a su hijo. Recuerde, señora -a su lado Mangurian tragó saliva-, que fue su propio hijo quien prometió escucharnos.

Volvía a tener razón. Y bien fresca además. Seis días atrás, en la jornada siguiente de obtener los Celtics la primera elección en el draft de 1980, el hijo de los Sampson cuestionó por primera vez su continuidad en Virginia. "Puede que cambie de idea. Pero para que algo así ocurra tendrían que ponerme sobre la mesa un buen contrato, en duración y cifras. Si Utah hubiese ganado ni siquiera habría considerado esta opción. Lo importante será lo que los Celtics sientan por mí. Esperaré a ver qué me dicen".

-Lo sé -repuso Sarah muy segura-. Por eso están ustedes aquí.

Era como volver a empezar.

-Perdonen -interrumpió oportunamente Thompson, que no había vuelto a tomar notas-, ¿podrían hablar un poco del aspecto deportivo?

-Sí, eso es -resopló aliviado Mangurian.

Un alivio algo ingenuo de quien pensaba que la firma Boston Celtics era suficiente para convencer a cualquier jugador en el mundo. Auerbach, en cambio, era mucho más consciente de las dificultades a pesar de las bondades del momento.

Porque el momento era inmejorable.

Los Celtics acababan de sellar su mejor temporada desde 1973. De hecho habían sido el mejor equipo de la NBA (61-21). La llegada de Larry Bird había incrementado en 32 victorias el registro de temporada, el mayor salto que había conocido la liga. Pero saltaba a la vista la necesidad de un interior, de un nuevo referente. Cowens estaba muy gastado. Había insinuado su retirada en un año. Y los otros dos pívots, Fernsten y Robey, no eran más que relleno.

Auerbach no las tenía, pues, todas consigo. Porque no era un proyecto lo que tenía que ofrecer a Sampson. Era Sampson quien le ofrecía en realidad el proyecto. Y el viejo lo sabía.

Y con serenidad pasó entonces a explicar lo mejor que pudo sus intenciones, que básicamente orbitaban sobre el colosal proyecto de construir una década en torno a la pareja formada por Sampson y Bird. El directivo se explayó a gusto cayendo, como de costumbre, en cierta reiteración y simbolismo, pero con la inestimable ayuda de algún "I love him" por parte de Ralph padre hacia la joya Bird. Auerbach apeló incluso a cierta premonición al recordar a los presentes que dos veranos atrás el chico había aparecido en el campus del equipo. Obvió que lo había acercado un alumno de la Universidad de Massachusets, su primo Ray. Allí fue presentado a Heinsohn y Auerbach, impresionados por su estatura. "No lo pierdas de vista", había sugerido el primero.

Al terminar un molesto silencio se había instalado en la sala. Y ni siquiera los sinceros "interesante, muy interesante" de Ralph padre disiparon la pesadez. Pero allí estaba el mejor negociador del mundo, el que acto seguido liberó algo el ambiente forzando de manera sutil la intervención de los dos jóvenes técnicos allí presentes. Con astucia arrojó la pregunta al aire:

-Por cierto, ¿qué hay de verdad en eso de que le gustaría ser un alero?

La cuestión ponía en juego toda la habilidad de los dos hombres, especialmente de Bergey, quien había padecido aquella circunstancia más tiempo que Holland y con menores molestias. Si había alguien en todo el país que pudiese de veras intervenir en aquella cuestión yugular ése era Roger Bergey.

-Bueno -arrancó tímidamente-, el chico estaba bajo mi responsabilidad. Y... Terry, tú lo sabes, intenté que no se criara como el resto de hombres altos. Quiero decir, que el chico tenía cualidades para explotarlas más allá de estar permanentemente bajo el aro.

-Pero ¿fue cosa suya? ¿Fue el chico quien se lo pidió a usted?

-Mire, si yo le hubiera dejado hacer -repuso- ahora mismo estaría jugando de base. Nada le gustaba más que coger el rebote y salir corriendo para llevar el contraataque. No le voy a engañar. No era sólo cosa de un chiquillo. Le gustan bien poco los golpes. No soy Howie Garfinkel pero creo que hice lo correcto.

Había infinidad de capítulos personales bajo aquellas palabras. Pero todos con un punto en común.

Desde el principio, antes de definirse como jugador, Sampson era un visible disgusto si el baloncesto le obligaba a vivir bajo el aro. Terminando 1975 el entrenador del varsity, Len Mosser, fue el primer testigo de los naturales impulsos de un Sampson en pubertad que parecía poder crecer hasta el infinito. Era una caricatura, un hombre araña sin uniforme, una grotesca equis de huesos que le granjeó el apodo de Sticks.

La primera vez que le vio con un balón, en un partidillo en el pequeño gimnasio de Lexington, se recreó en todo lo que un hombre alto no estaba destinado a hacer. Mosser se sintió escandalizado. Se enfadó tanto que pidió a un árbitro que le castigara con técnica. "¿Por qué motivo, coach?". En aquel preciso instante Ralph machacaba el balón vulnerando la prohibición del instituto. "Por eso mismo".

Su cuerpo siguió creciendo. Hasta doce centímetros en pocos meses. Pero cuanto más alto, más débil. Jugadores mucho más pequeños le desplazaban de la pintura con facilidad. Y Ralph reforzó así su idea de alejarse del aro practicando el tiro entre los cuatro y cinco metros. Un tiro que no sabía lo que era un tapón.

Y en poco tiempo Mosser le dejó hacer. Era como si proyectara en él una introspección. Como si tuviera algo entre manos que, tal vez, pudiese cambiar la historia. En el equipo mayor Bergey tampoco reprimió aquellas cosas. También él imaginó en Ralph un potencial infinito, una estrella desconocida. Bergey incluso fue más allá.

Comenzó a ejercitar al equipo en reiterados one-on-one a toda pista. Una coartada para el gigante, cuyo trabajo técnico, cómo pivotar y tirar, dejó en manos de Tim Meyers, su asistente. Ralph abusó así sin ningún miedo de sus carreras con balón. O al ala, valiéndose de Joe Stock para atrapar la bola donde no llegaba nadie, como el Chamberlain de Kansas.

Nadie sabía con exactitud qué clase de monstruo tenían entre manos. Porque no era posible calificar de otro modo a un jugador que con aquella increíble estatura no realizó su primer mate hasta seis semanas después de iniciado el campeonato.

Bergey confió todo aquello a los presentes, concluyendo con un encendido reconocimiento de que jamás tuvo ni tendría a sus órdenes un jugador como él. Era al mismo tiempo una honesta forma de justificar todo lo hecho.

-Bueno, nosotros intentamos algo parecido con Finkel... pero no nos salió del todo bien -sólo Mangurian pareció captar la broma y Auerbach volvió a cambiar hábilmente de tercio-. Señora Sampson, perdone la inconveniencia... ¿Ha tenido el chico algún problema médico?
-No -contestó ella aprisa.
-¿Y anteriormente?
-...
-Perdón, me refiero a algo relacionado con el crecimiento, alguna debilidad ósea... en fin, comprenda que...

Sarah tomó aire como recordando algo íntimo, no muy grato y por ello ya sepultado.

-Lo tuvo cuando era casi un bebé. Su padre y yo oramos mucho entonces. Conseguimos detener su crecimiento. Era excesivo. Lo hacía a un ritmo tres veces mayor de lo normal. Pero no se preocupe. Pasó hace mucho tiempo. Ralph está sano.
-Claro. Tiene un aspecto inmejorable -repuso Mangurian con alguna torpeza.

Valerie sirvió más café. Para entonces no hacía ninguna falta. 

-¿Usted qué piensa, señor Holland? -insistió Red.

-Que agradezco mucho el trabajo de Roger con el chico -e hizo una pausa-. Pero no es mi estilo de juego. Ralph lo sabe y ha tenido que adaptarse. Tiene muchas virtudes por explotar y, la verdad, ojalá pueda cambiar algún día la historia de este juego pero no voy a apostar mi carrera ni la de mis jugadores por algo así -Holland respondía así en la privacidad de una salita a la infinidad de críticas recibidas-. El 99 por ciento de entrenadores en este país habría puesto a jugar a Ralph de pívot. No seré yo el loco que haga lo contrario. Tengo entre manos un magnífico jugador de baloncesto. Y creo que un buen equipo. No un experimento.

Holland estaba siendo coherente. No cambiaría un ápice su postura táctica salvo en el ritmo. Los dos primeros años de Sampson en Virginia fueron de juego lento, ideal para un poste bajo y el dentro-fuera hacia Raker y Lamp. La incorporación de Othell Wilson y Ricky Stokes daría al equipo otro aire los dos años siguientes. Pero con Holland, Sampson habría sido un cinco hasta el final de sus días.

-Yo habría hecho lo mismo de estar en su caso -añadió Bergey, animando así a Holland a extenderse.

-Ralph ha tenido serios problemas este año con las zonas. Es algo que hemos hablado mucho. Y creo sinceramente que cuando llegue a la NBA esos problemas desaparecerán por completo. Tiene que aprender todavía mucho. No sé el tiempo que estará con nosotros -nadie había apostado por que Sampson cumpliría su ciclo universitario-. Pero no voy a esperar a que se vaya para enseñarle cómo defenderse de una zona agresiva.

Holland decía la verdad. Pero ni remotamente había sido aquel su mayor quebradero de cabeza. Buena parte de la temporada el gran problema del freshman era su selección de tiro. Si ya de por sí miraba poco al aro, hacerlo a menudo como un alero, saliendo a recibir a cuatro o cinco metros para lanzar desde su particular cielo pero renunciando visiblemente a la pintura, era algo que despertaba perplejidad contando con verdaderos tiradores en el equipo.

Pese a todo, el joven Sampson firmó aquel curso casi 15 puntos, 11 rebotes y cerca de 5 tapones. En el último tramo de campaña y de cara al NIT que Sampson acabó sellando para Virginia, Holland había conseguido acercarle al aro y sus puntos subieron hasta los 19. Ralph daba así razón a los detractores de su entrenador.

-Así que le gustaría jugar de alero -pensó el directivo en voz alta esbozando una cínica sonrisa.

Porque Auerbach no quería ni oír hablar de algo así. Pero estaba tranquilo. Fitch le pondría en su sitio.

Para muchos el problema de Sampson no era ese personal capricho. Sino su excesiva inclinación al equipo, algo por lo que Holland había recibido lo suyo. "No voy a hacer de él un jugador egoísta", se defendía.

En sus tres primeras temporadas, un total de 99 partidos, Ralph tiraba una media de 12 veces. Algo más de 16 puntos que no satisfacían a nadie. Una producción intolerable para colegas y analistas, que más que cargar contra él lo hacían contra la tiránica democracia de Holland. La sentencia era que Sampson estaba completamente desaprovechado.

Quien más lejos llegó en la acusación fue el editor jefe del Roanoke, Bill Brill, quien literalmente creía que de haber dado Sampson en North Carolina, el sistema de Dean Smith le habría permitido multiplicar sus tiros con un 90 por ciento de acierto, aunque sólo fueran mates. Sólo así Virginia no dejaría escapar ningún título. Todo a imagen y semejanza del matrimonio Wooden-Alcindor. En el fondo no sólo aquel editor lo pensaba. No eran pocos los que imaginaban al Sampson que llegó a promediar 39 puntos y 23 rebotes alcanzado un techo contra Albemarle de 50 y 30 acertando 22 de sus 27 tiros a canasta. 

Todo era mucho más complejo. Tal vez tuvieran razón en que Virginia no fuera el mejor nido. Pero un año después de ingresar allí sólo parecía cierto que Sampson, en aquel tímido balbuceo que cortó la respiración de millones de almas, había dicho la verdad. Tan sólo deseaba estar cerca de la familia, del hogar y amigos. Pero deportivamente había estado a minutos de elegir Kentucky tan sólo porque Sam Bowie le brindaría esa libertad soñada. La quimera de ser un alero.

Quimera que no olvidaría nunca y que no dejaría de repetir en sus años de college.

El problema era que aquella elección hogareña desnudaba también la mentalidad del chico. Y que siendo un atleta excéntrico parecía no poder comprender el baloncesto más que como dentro de un sistema común, sin que él despuntara al grado que su cuerpo hacía presumir. Sus prolongados vacíos y desaires, la comisión de faltas estúpidas, un frío desinterés y la acusación de pereza no le abandonarían nunca.

Pero entonces era muy pronto. Tanto como que se hacía imposible no darlo todo por aquel increíble ejemplar de 2.24 y su sobrehumano centro de gravedad. Era capaz de recoger un bolígrafo del suelo agachándose como un chiquillo de siete años. Y todo a pesar de que quedara ya algo lejos aquel escuálido mozalbete de dos metros que a duras penas superaba los 70 kilos de peso.




-Vamos a ponerle en manos de Bill Dunn y John Gamble -informó Holland-. Harán con él un buen trabajo. Está ganando músculo aprisa.

Hasta ocho kilos en los tres primeros cursos. Gamble y Dunn eran fisios. Pero provenían del subterráneo mundo del culturismo. Años más tarde Dunn fallecería prematuramente. Los indicios apuntaban a un descontrolado abuso de esteroides.

-Van a trabajar su técnica de salto -zanjó el técnico.

Y con éxito. Batiendo a dos piernas lograrían hacerle mover con facilidad por encima de los 70 centímetros y en algunas sesiones llegaron a registrarle saltos de 89. Así se explicaría la aplastante acción sobre Worthy casi dos años después de aquella cita. Un partido en el que Sampson se fue hasta los 30 puntos y 19 rebotes. Pero con derrota. Porque él sólo no podía contra el imperio de North Carolina. Una visión que el Washington Post compartía abriendo líricamente su crónica: "Se podría escribir un poema con cada una de las 20 jugadas realizadas por Sampson".

La reunión se acercaba a las dos horas cuando Sarah volvió a elogiar las cualidades del hijo como un buen chico que no daría problemas a nadie. "Y muy aplicado", añadió el padre, contando que tras el McDonald's de 1979 había regresado a casa a las tres de la mañana teniendo clase a las 8:30.

Auerbach no se sintió impresionado. Se preguntó qué otra opción cabía a un chico de su edad. Eso sin que nadie en la sala sacara a colación la criticada decisión de la Universidad de descender el nivel académico de acceso a la altura del Sampson estudiante.

-Pero es un hombre -volvió a repetir la mujer-. Y tiene que decidir él.

La cita había tocado a su fin. Los presentes se incorporaron con la pesadez de la tarde transcurrida.

-Háganle por favor llegar nuestros mejores deseos y todo nuestro interés en que forme parte de este proyecto -se despidió Auerbach.

De vuelta a casa, como enseguida confirmarían los rotativos, la pareja de Boston sentía verdadero optimismo sobre la decisión del chico.

Aquella misma noche Ralph, que había pasado la tarde en el instituto disfrutando de una jornada festiva en su nombre, recibía de su madre todo lo que el hijo debía saber. "¿Nada más? ¿Eso es todo?". Seguramente no todo lo que habría querido.

Sampson dio vueltas a todo aquello. Y lo hizo como acostumbraba, en solitario.

Al día siguiente, víspera de anunciar su decisión, una llamada telefónica a su entrenador iluminaría tenuemente la parte más oscura de un desenlace todavía incierto. Era de noche cuando Ralph apuraba aquella conversación. Por encima de todo, se había imaginado jugando en la NBA. Y lo que vio no le gustó demasiado:

-No sé, Terry. Creo que no estoy preparado para medirme a esos tipos.
-Y lo entiendo. Y creo que haces bien. Pero dime, ¿hay algo más?
- (Respiró y tomó una pausa larga) No sé, no me dan buenas sensaciones. Creo que Auerbach no ha sido limpio con mis padres. O no demasiado claro. Si dijera que sí no sé lo que me espera. Me pondría en sus manos sin saber de qué contrato estamos hablando. De cuánto tiempo, de qué dinero...
-Ralph -le recordó-, no podían.
-Por favor, Terry. Me hubiese enterado de otra manera.
-Pero...
-¿Y sabes una cosa más?
-Boston no es buen sitio para un negro.

Esto último lo creía de veras. No sólo por toda esa extendida idiosincrasia sobre la ciudad y los Celtics. Sino porque tenía muy fresca la lectura del Second Wind de Bill Russell. Los tiempos podían haber cambiado. Pero Ralph encontró en esa coartada la puntilla final.

No esperó más. Al día siguiente, 11 de abril, anunció su intención de continuar en Virginia. Los Celtics se quedaban así con un palmo de narices.  




La respuesta no se hizo esperar. Esa misma jornada las palabras de Auerbach desde las oficinas del Garden no desprendían el mejor humor: "La gente que le ha aconsejado quedarse en la escuela no debería conciliar bien el sueño por las noches. (...) La lógica está del lado de los Celtics. (...) Es ridículo. Él y sus padres han sido estafados".

La prensa verde arropó al directivo acusando de ‘reinona' a Sarah Blakey, la culpable de todo, la diva encantada con ocupar aquel papel preponderante mientras su hijo continuara en Virginia.

Boston seguía desde hace tiempo a Joe Barry Carroll, de Purdue, Mike Gminski, de Duke, Roosevelt Bouie, de Syracuse, y a un alero alto de Minnesota de nombre Kevin McHale. El primero no era del gusto de Auerbach. El resto, abría brecha. Y los Celtics querían a Sampson. Al precio que fuese. A toda costa.

Así el viejo lobo no desistió. No podía hacerlo viendo el disgusto que arrastraba desde Cowens. Las sucesivas elecciones de Steve Downing, Glenn McDonald, Tom Boswell y Norm Cook no habían salido precisamente bien. Pero la de Bird en 1978 invitaba a dar el salto definitivo. Y eso se lo brindaría el joven gigante. Dueño y directivo pusieron todo su empeño en mantener una segunda reunión esta vez con el chico presente.

Pero una vez más se toparían con el incierto muro que representaba su madre. Hablaron con ella, con Holland y con el profesor Thompson. Todo en vano. Hicieron lo no escrito para conseguirlo. Hasta que el mismo Sampson abrió la puerta. "Mamá, no te preocupes. Quiero verles. Diles que sí".

El 23 de abril, antes del tercer partido de playoffs ante Philadelphia, Auerbach y Mangurian volvían a la casa de los Sampson a quemar el último cartucho. Thompson estaría allí nuevamente como vigía. Y esta vez los señores de verde estaban dispuestos a todo. Faltaban menos de 48 horas para que terminara el plazo. Su condición de elegible agonizaba aprisa.

Ralph prefirió escuchar y como temía no recibió nada en claro. O no todo lo claro que él deseaba. Sabía perfectamente de aquellos cinco años y 3.2 millones que Boston había pagado por Bird. Y Mangurian temió mucho más que la primera vez las pretensiones económicas del chico. Como si supiera que sólo aceptaría abandonar Virginia por una cantidad desorbitada. Una cantidad nunca antes ofrecida a un jugador de esa edad.

Transcurrida hora y media nada importante ocurrió, lo que terminó poniendo nervioso a Red Auerbach y disgustando a Sampson, que seguía sin conocer con exactitud qué era lo que le ofrecían. Durante toda la reunión Mangurian había temido el momento de entrar en negociación, con cifras arriba y abajo, allá donde él tendría que improvisar.

Así el momento culminante de la noche, cuando no importaba siquiera traspasar algún límite, tuvo lugar en la despedida, con todos en pie próximos a la puerta.

-Hijo -la mano de Red no llegaba al hombro del chico-, te he hablado del proyecto. Tú sabes quiénes somos, lo que somos. Pero quiero que sepas que nosotros te ofrecemos un contrato que nadie en su sano juicio podría rechazar.
Era su ocasión.
-¿Cuánto?
-¡Ralph! -quiso cortar Thompson.
-Más de lo que hemos pagado a Bird. Más de lo que los Lakers han pagado a Johnson. Queremos que seas uno de los nuestros.
Otra vez el silencio.

Que Sarah vulneró abriendo la puerta. "Señores, ha sido un placer".

No era posible hacer más. No más allá de lo dicho.

Ralph no movió un ápice su postura y la respuesta volvió a ser la misma. Se quedaría, pues, en la universidad que había tenido el honor de fortalecer la figura de Thomas Jefferson.

Se amparó en su formación. Pero su fuero interno temía no alcanzar ni de lejos las exigencias de aquel hombre. No había más que leer la ambición que irradiaban sus ojos. Era como si los Celtics no estuvieran dispuestos a perder un solo anillo. La presión sería mil veces mayor. Y Ralph seguía llevando muy mal ser el centro de las miradas, el tormento que le suponía la prensa, como terminaría confirmando a uno de sus miembros al preguntarle qué era lo mejor de un final de curso: "Perderos de vista unos meses".

De eso no se libraría en el futuro. Pero dinero, exigencia y atención podían ser diferidas. "Soy muy joven aún -pensó-. No perderé valor y cuando decida dar el salto estaré en mejores condiciones".

Sólo la historia sabía cómo se cobraba el viejo una negativa de aquel calibre. Auerbach sintió encontrarse en la misma situación que en 1956 y 1970. Era momento de atrapar la liga con sus propias manos.

Nunca tanto se haría en tan poco.

Todo se remontaba al verano anterior. Auerbach envió a Bob McAdoo a Detroit como compensación por la llegada del agente libre M.L. Carr. McAdoo fue un fracaso en Boston. Reconoció públicamente su descontento. Pero su valor era muy alto. Tanto que Boston sacó a Detroit por el traspaso sus dos primeras rondas en aquel draft de 1980 (una suya, otra vía Washington). "Un robo", había calificado en privado un cargo de la propia liga.

En condiciones normales Detroit se habría jugado la primera elección de aquel año con Utah. Pero Detroit ya no estaba allí. Eran los Celtics. Y Auerbach ganó el salto a Frank Layden. No tenían a Sampson. Pero elegirían primeros. Y la primera posición era el valor más alto.

-¿Qué vas a hacer? Podemos elegir a quien queramos.

Auerbach quería más. Necesitaba de alguien a quien lanzar el cebo. Y lo encontró aprisa en los Warriors. Allí había un pívot que mejoraba aprisa. Un tipo que el año anterior se había travestido de Chamberlain ante los Knicks anotando 30 puntos y capturando 32 rebotes. Un jugador descontento por lo que tenía alrededor y que le pondría las cosas difíciles a los suyos para renovar. Era la situación perfecta.

-¿Qué piden por él? -volvió a preguntar Mangurian.
-Nuestra primera elección.
-Si se la damos ¿qué nos queda?
-Ellos tienen la tercera. Eso nos queda.
-¿Y eso es suficiente?
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque Golden State va a elegir a Carroll. Y si Utah lo pierde irán a por Griffith. Me lo ha dicho el propio Layden. Y le creo.
-¿Y por qué no elegimos a Carroll?
-No me gusta.
-Pero entonces, Red, ¡qué es lo que nos queda!
-Harry, el año que viene tendremos un ‘frontcourt' a nuestra altura. Uno será Robert Parish. El otro, Kevin McHale. Confía en mí.

Tal fue prometido así ocurrió.

Golden State eligió primero (J.B. Carroll). Boston sacó por ello a Robert Parish. Utah eligió segundo de acuerdo a la confesión de Layden (Darrell Griffith). Y Boston empleó su tercera posición en el alero alto de Minnesota de nombre Kevin McHale.

Ya nada más importaba.

Auerbach tenía lo que quería.

Once meses después los Celtics alzaban su 14º título de la NBA. El proyecto daría como resultado cinco Finales -cuatro de ellas consecutivas- y tres anillos.

Auerbach tardó así muy poco en borrar de su inmenso libro de memorias el nombre de aquel gigante que quería ser alero.

Pero por muy importante que fuera, no era más que un olvido. Uno solo.


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Un año después de aquel affaire los dos peores equipos de la liga, Pistons y Mavericks, enfrentados por la moneda al aire para hacerse con la primera elección, anunciaron públicamente sus intenciones de hacerse con Sampson. Como para evitar que ocurriera lo mismo que con Boston, NBA y NCAA acordaron un comunicado que recordaba que no se iban a permitir negociaciones con un amateur. El asunto era más complejo. Dean Smith había aplaudido la decisión, bautizada como Sampson Rule, de que los jugadores universitarios deberían declarar su condición de hardship antes de resolverse la lotería del draft.

Norm Sonju, director de los Mavs, actuó con discreción porque su mensaje ya estaba dado.

Sin embargo Jack McCloskey, remordido por lo regalado un año atrás, tenía vuelo a Virginia cuando Holland le previno de hacerlo. Pero no de emplear el teléfono.

-Ralph no está cerrado a algo así, señor McCloskey.
-Pero entonces, si no puedo verle ni hablar con él, usted dirá...
-Le confío los deseos de Ralph de que tanto ustedes como los Mavericks nos hagan llegar por escrito un informe detallado de cuál es la situación de la compañía y equipo. Dónde se incorporaría Ralph y en qué condiciones.
-¿Y la cuestión económica?
-Cíñase al aspecto deportivo. Será más sencillo para todos.

Así lo hicieron y nada varió finalmente la decisión de Ralph Sampson de continuar en Virginia y afrontar su año junior.

Dallas se llevó en primera posición a Mark Aguirre y Detroit como segundo a Isiah Thomas. Juntos ganarían dos campeonatos de la NBA.



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Una temporada más tarde el valor de Sampson se vería incrementado. El título NCAA se le resistía. Pero la superioridad exhibida ante el freshman Pat Ewing en el partido más cotizado por TV en la historia del college y que ningún otro equipo acumulara en todo el país más victorias que Virginia en los últimos tres años, seguiría proyectando fantásticos futuros para aquel cuerpo insólito que parecía seguir fortaleciéndose.

Así al término de la regular NBA de 1982 el propietario de Los Angeles Lakers, Jerry Buss, pensó en Ralph Sampson para acortar el ocaso de Abdul-Jabbar y suplirlo en su futura concepción de la década junto a Magic Johnson.

Cuando la prensa supo de sus intenciones rechazó de plano el prematuro adiós de Kareem inclinándose con cierta lógica a la increíble pareja que formaría con Sampson, en la posibilidad real de levantar unas Twin Towers en Los Angeles.

Nada más saberlo Sampson tuvo una sensación similar a la que había vivido con el interés de Boston, sólo que ahora con muchas menos dudas.

Pero había un problema: San Diego. Ellos y los Lakers se jugarían la primera elección en el draft de 1982.

El jugador acudió a Los Angeles a recibir el Wooden Award y el domingo 11 de abril fue invitado por los Lakers a presenciar el crucial duelo por la Pacific frente a los Sonics. Ralph tendría el placer además de compartir unas horas a solas con Abdul-Jabbar en su mansión de Bel Air.

-¿Cuál es el problema entonces?
-Por nada del mundo quiero ir a San Diego -confesó a Kareem.

Los Clippers eran el peor equipo del Oeste. Los Lakers, el mejor. Y el día 20 de mayo ambas franquicias se jugarían la primera carta.

Buss conocía el temor de Sampson y pasó a negociar directamente el asunto con su homólogo en los Clippers, Donald Sterling, el peor hueso que roer, el hombre al que el comité de propietarios había intentado expulsar de la liga. Con él tan sólo había clara una cosa. Cuanto más agresivo fuera Buss mayores ambiciones despertaría en Sterling.

El propietario de los Lakers llegó a ofrecer la nada despreciable cantidad de 6 millones de dólares por comprar a los Clippers su 50 por ciento en el draft. Sterling dijo no. Buss añadió a la cantidad el jugador que Sterling libremente eligiera. Pero éste lo rechazó por segunda vez y sin mencionar ningún nombre.

Conocidas las intenciones de Buss de unir a Sampson con Abdul-Jabbar, el dueño de San Diego renunció a ser el hazmerreír de la liga al facilitar a los Lakers el diseño de una plantilla que dominaría la NBA a placer. Sterling no quería pasar a la historia como una nota a pie de página, hundido allí como el hombre que se vendió a los Lakers.

Buss lo arriesgó todo en su última oferta. Hasta perder la noción de la realidad. Seis millones de dólares, tres jugadores y tres primeras rondas. Una locura.

Y Sterling dijo no por tercera vez. Pero aquí la negativa encerraba un decisivo matiz en la última conversación entre ambos:

-Uno de los jugadores que quiero es Abdul-Jabbar.
-Donald, este punto es innegociable.
-Pues no hay nada más que hablar.

Buss tampoco desistió. Inició conversaciones a la desesperada con Jazz y Knicks. Utah tenía la tercera elección. Si los Jazz estaban de acuerdo en recibir a Bill Cartwright, los Clippers tendrían para ellos la segunda y la tercera elección cediendo así a los Lakers la carta Sampson.

Llegados a este punto Sterling ya no quería nada con los Lakers. Tan sólo y por orgullo jugarse con ellos el primer pick. El desenlace fue todo lo irónico que cabría esperar. Ralph dejó pasar el plazo y los Lakers ganaron la posición número 1 adquiriendo al alero de North Carolina, James Worthy.

Sampson volvería a ver cómo el equipo que llamaba con mayor fuerza a su puerta se haría, y hasta por tres veces, con el título de la NBA.




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En abril de 1983 ya no era posible el retraso. A dos meses del draft, Ralph Sampson anunciaba que nada le gustaría más que jugar allí de alero. Que tan sólo le hacía falta ganar algo de peso. Que incluso contemplaba la posibilidad de recurrir a Pete Newell para aprender cuando, en realidad, el viejo maestro acostumbraba a realizar el camino inverso.

Ralph fue el número 1 del draft. Lo habría sido siempre. Tenía a toda la NBA a sus pies. Y firmaría con Houston Rockets por los siguientes cuatro años y algo más de cinco millones y medio de dólares.

Cumplió el primer paso. Ya era millonario. 

En octubre de aquel año el Inquirer pondría el dedo en la llaga asegurando que era imposible que Sampson ocupara su posición soñada y que no importaban en absoluto las ambiguas declaraciones de Fitch en sentido contrario.

La presunta posición de ala-pívot que ocuparía en su temporada de novato junto a Caldwell Jones no sólo no facilitaría el sueño de Ralph, sino que su compañero, el veteranísimo Elvin Hayes, que había prometido retirarse al cumplir su minuto de juego número 50 mil, se ocupó personalmente en la instrucción del chico. La instrucción de un pívot o, a lo sumo, de un interior. Hayes hizo de Holland. Y Bill Fitch, el hombre con quien Sampson habría dado de aceptar tres años antes a los Celtics, no quiso saber nada de experimentos.

Sampson terminó siendo el mejor novato del año. Pero el equipo no pasó de las 29 victorias.

Houston volvió a ganar la primera elección al año siguiente. Se sumaba a los Rockets un poderoso interior de nombre Akeem Olajuwon. Con la mejor de sus intenciones el nigeriano declararía en agosto que jugar al lado de Sampson le haría parecer un alero.

Esta vez sí habían nacido las Twin Towers. Y la unión de ambas fuerzas generó una apasionante controversia. Unos auguraban el fracaso, como dos gigantes condenados a absorberse. Otros, el producto de dos fuerzas nunca sidas en un mismo equipo.

Ray Patterson, el director deportivo que había logrado esa unión, seguía encantado con declarar que si había un base de 2.06 -por Magic Johnson- por qué no un alero de 2.24.

En febrero de 1985 la pareja promediaba más de 42 puntos y 22 rebotes por partido. Sampson se convirtió por una noche en el mejor jugador del mundo si acaso el MVP del All Star Game desprendiera esa fugaz condición.

Su relación con Bill Fitch no fue nunca sencilla. Si los interiores que iba sumando el equipo se nombraban por James Bailey, Hank McDowell, Jim Petersen, Granville Waiters, Richard Anderson o Dave Feitl, los delirios de Ralph se esfumaban sistemáticamente.

El inicio de la temporada de 1986 estuvo cerca de provocar un cisma. Ralph venía tocado en una de sus piernas cuando un par de malos encuentros de pretemporada provocaron unas declaraciones de Fitch -"Tiene que mejorar"- que pretendían actuar como estímulo. Ralph desató una sospechosa frustración a esas alturas de año: "Si no le gusta mi juego, que me traspase". Un conflicto que marcaría el primer tercio de temporada.

No habría sin embargo mejor año para ambos.

La cima de su carrera deportiva, aquel buzzer en el Forum que impidió a los Lakers su cuarta final consecutiva, tuvo lugar desde el interior, como un interior y marcado como tal por Abdul-Jabbar. En las Finales, como había ocurrido en los tres años anteriores, Sampson dejó momentos de alerismo futuro. El empate a 27 en el segundo partido de aquellas series vino propiciado por un rebote en el cielo, un envío a Robert Reid y una devolución de éste a la carrera que terminó en un mate de Ralph en el mismísimo techo del Garden. Como si por un solo instante el mundo presenciara cómo sería la fisonomía de un jugador medio en el siglo XXII.

Pero brindaba un destello soñado por cada cien acciones. Y a cada uno de sus intentos, con acierto o no, Fitch torcía el gesto contrariado.

Cuando en febrero de 1988 salió de los Rockets camino de Oakland su cuerpo estaba ya diezmado a pesar de que su aspecto presentara una apariencia intacta. A su llegada a Sacramento era imposible ocultarlo. Le habían aguardado tres intervenciones quirúrgicas y en adelante la disputa de menos de la mitad de los partidos posibles.

Con 32 años era un anciano de más  de 7 pies. Apenas podía correr y saltar. Sus rodillas se inflamaban de tal manera que los vendajes, además de paliar, ocultaban monstruosas deformaciones que no convenía dejar a la vista.


 


No parecía cierto que hubiese pasado tan poco tiempo de tantas y tantas promesas ajenas. Infinita mayor movilidad que Bill Russell, mayor potencial reboteador que Wilt Chamberlain y mejor lanzamiento que Abdul-Jabbar. No fueron pocos, en suma, quienes vaticinaron que revolucionaría la historia del baloncesto. No era posible calcular el volumen de esperanzas escritas sobre él.

Ralph Sampson no cumpliría jamás las expectativas. Y sin embargo sufrió menos por ello que por no haber podido consumar aquel sueño juvenil de jugar, de ser, en realidad, un alero. El alero más alto del mundo.

Preso de su increíble estatura nunca lo fue.

Una frustración que no vino sola. Porque entre aquella reunión con los Celtics y su retirada del baloncesto tuvo la desconcertante sensación de haber transcurrido un suspiro.