Sólo uno de cada diez jugadores, el diez por ciento del total, es americano de raza blanca, el menor porcentaje que nunca haya conocido la gran liga. Precisando algo más, el 71.8 de los jugadores es de raza negra, el 18.3 de origen no americano y tan sólo un 9.9 blancos de origen estadounidense. Y este último dato, se insiste, pertenece al fondo del registro histórico.
Ni es información prioritaria ni ha movido por ello al debate. Pero la pasada semana Mark Schwarz elaboraba un revelador reportaje bajo el título White Out que subrayaba el momento especialmente crítico para las actuales generaciones que en un tiempo ya muy lejano coparon por completo la entera fauna de la liga.
Tal vez ningún indicador más claro que las plantillas elegidas para disputar el All Star Game, un evento que, guste o no, sigue siendo el mejor termómetro para tomar el pulso a lo más granado que va legando el curso de la liga. Y en ese pulso anual los datos arrojados por la última década resultan mortíferos para un sector de población al que hace tiempo empieza a faltar el aire.
Aún hoy la titularidad de John Stockton en el All Star de 1997 sigue siendo la última para un blanco americano. Y el último en simplemente disputar un All Star fue Brad Miller en 2004. Entretanto las últimas diez ediciones han visto pasar un precioso desfile de nombres también de color blanco pero de origen extranjero. Vlade Divac, Pedja Stojakovic, Zydrunas Ilgauskas, Steve Nash, Dirk Nowitzki, Andrei Kirilenko, Yao Ming, Mehmet Okur, Manu Ginobili y Pau Gasol apalizan en presencia desde el año 2000 a John Stockton (2000), Wally Szczerbiak (2002) y Brad Miller (2003 y 2004).
La poca relevancia dada a un hecho históricamente tan relevante expresa mejor que nada la profunda crisis de un género de jugador al que nadie parece echar en falta. Porque hoy día resulta tan automática la mención a Dirk Nowitzki, Steve Nash, Manu Ginobili o Pau Gasol como emblemas de la más brillante fauna blanca en la reciente NBA que se olvida que bajo ellos, muy bajo ellos, se encuentra una familia desintegrada y cada vez como más marginal que trata de sobrevivir a base de golpes y nombres que puntualmente, una noche de cada diez, reclaman su atención.
La proporción de drafteados tampoco mejora las cosas. Es de hecho otro cruel indicador de una situación que no avista retorno. En los últimos cinco drafts fueron elegidos 195 jugadores afroamericanos, 80 jugadores internacionales y únicamente 25 nativos blancos.
Esta situación se ha instalado con aparente normalidad en el panorama actual. A tal extremo que preguntado Jerry West por el mejor jugador americano de raza blanca actualmente en la liga contestó entre incómodo e irónico: "Ah, no sabía que hubiera. Me vas a tener que ayudar porque no me viene ninguno a la cabeza". Se da la morbosa circunstancia de que Jerry West recibió no pocas cartas de aficionados durante sus años de director deportivo en los Lakers. Cartas que le acusaban de racista por no elegir en el draft a ningún jugador blanco.
El sistema que subyace a la NBA no ha variado sustancialmente. El modelo universitario se reproduce a la misma proporción y velocidad de siempre. La NCAA no se ha movido del sitio. Lo que en efecto ha cambiado son los criterios de selección y los canales de abastecimiento. Respecto a los primeros tampoco se da una excesiva variación. Tan sólo se han reforzado los criterios que priorizan los valores atléticos. Es en los segundos donde el cambio resulta dramático. La globalización ha inclinado la mirada hacia fuera en detrimento de lo interno. Y muy en especial de determinado modelo de jugador, dicho en claro, de raza blanca.
Entre los responsables de seleccionar jugadores para el mundo profesional, desde ojeadores a directores deportivos, de entrenadores al capricho de algún propietario, hay un juicio general, cada vez menos disimulado, que dice preferir a los internacionales sobre los americanos porque trabajan más duro, comienzan antes su formación y se entregan con una mayor dedicación que los nativos. Como si en términos generales fueran más coachables o llegaran mucho más jóvenes a la comprensión del juego. Hacia el otro lado, en cambio, West empleaba con cierta ambigüedad el término estigma.
Preguntado por esta cuestión Mark Price reconocía sin ambages los estrechos valores que parecen primar en esta selección nadie sabe cuánto de natural. Price hablaba de atletismo y velocidad, esa fortaleza que siempre se conoció por lo físico.
Jon Barry se mostraba en cambio más crítico. A su juicio lo que los nuevos esclavistas han conseguido con esta masiva compra de anatomías es convertir al baloncesto en atletismo y a éste en religión. "Athleticism has trumped fundamentalism in the NBA", decía. Curiosamente su hermano Brent en una primera etapa, Bob Sura o el más aguerrido Dan Majerle parecieron importar esos atributos de la otra raza. Un tipo de energía que en estaturas algo mayores permite la digna supervivencia a ejemplares como David Lee o Chris Andersen.
A la inevitable barrera física se añade otra no menos implacable, más novedosa y de muy difícil publicidad. De por qué Goran Dragic cuenta con las oportunidades que parecieron no darse con J.J. Redick es algo que entra en un terreno más difuso y delicado, una mentalidad más próxima a la que concedió a Bargnani el número 1 del draft, y que siempre podrá justificar algún entrenador omitiendo el radical erotismo actual por lo internacional y su masivo contagio por cabezas y despachos de la gran liga. Una situación que alcanza incluso al aficionado cuando el Madison vuela diez veces más alto con un acierto de Gallinari que con otro de David Lee y con la que algunos empiezan a mostrarse críticos.
Porque empieza a ocurrir con los extranjeros lo mismo que en su momento sucedió con los highschoolers. Que en el exceso reside también la trampa. La trampa que no comprende que Dirk Nowitzki es a lo extranjero tan poco común como Kobe Bryant a la edad.
Es como si, en términos de raza blanca, el proceso actual de internacionalización y la vieja tradición americana se negaran rotundamente. Como si fueran incompatibles.
Y no habiendo ninguna razón para que esto ocurra la realidad se empeña en arrojar que mientras la preferencia por lo negro no sólo no cesa sino que parece aumentar, el espacio antaño ocupado por las nuevas generaciones blancas ha estrechado drásticamente su cerco. De las tres fuentes de que beber una discurre ya a gotas.
El cambio no es baladí. A caballo entre la vieja liga blanca y la confusa globalización de hoy el mundo conoció no hace mucho una NBA uno de cuyos principales símbolos era Larry Bird. Al extremo de no ser posible explicar la Edad de Oro sin él. Como tampoco porciones enteras de historia reciente sin el rescate de casos dispares pero bien presentes como los de Rick Barry, Chris Mullin, Danny Ainge, Kiki Vandeweghe, Bill Walton, Kevin McHale, Dan Issel, John y Jim Paxson, Bobby Jones, Mike Newlin, Scott Wedman, Tom Chambers, Jeff Hornacek, John Stockton, Christian Laettner, Mark Price, Jack Sikma, Rex Chapman o Dan Majerle.
Aquella clásica fisonomía de la liga, con una presencia nativa blanca de relativa importancia, ha desaparecido casi por completo. Y el resultado no es una Era del Vacío. Sino algo completamente distinto, una proporción desconocida, una especie de ajedrez sin blancas. Sin aquellas blancas que ocupaban orgullosas la primera fila del tablero.
Así ahora sólo vemos peones y un espacio vacío que nadie parece añorar. Un vacío que no pueden satisfacer Ryan Anderson, Steve Blake, Chris Kaman, Troy Murphy o Luke Walton.
Es como si los profesionales que observan y eligen hubieran visto su paciencia agotada. Como si estuvieran muy desencantados con el resultado de las promesas que nunca terminan de explotar. Promesas que fueron de Keith Van Horn a Mike Dunleavy, de Kirk Hinrich a Nick Collison, de Jason Kapono a Kyle Korver. Por no mencionar el cadavérico capítulo abierto por Adam Morrison.
Por eso cualquier sorpresa en el otro sentido mueve enseguida al contento y despierta un exagerado interés. Así se aplaude el nuevo papel de Redick o se pone una fresca atención en las evoluciones de Chase Budinger. Se aguarda la explosión -una más- de Kevin Love o Spencer Hawes o se espera a poder hablar por fin de Tyler Hansbrough.
Pero con todo, el panorama general resulta algo desolador. Sin referentes que llevarse a la boca el gran público prefiere a menudo moverse entre la honesta benevolencia que despierta un Matt Bonner al casi cómico aprecio de Brian Scalabrine, una mascota de carne y hueso.
No parece haber intención de veto. No voluntad de exclusión. Pero la realidad indica que la crisis profesional del jugador blanco americano se ha convertido en poco tiempo en un uso. Y los usos, como el saludo, no tienen nombre ni culpa. Son actos terriblemente automáticos de los que el baloncesto siempre supo lavarse las manos.
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