sábado, 8 de mayo de 2010

Horror en las aguas 08/05/2010 ACB.com Gonzalo Vázquez


- ¿Su hermano?
- Sí. Voy hacia allá.
- No sabía que... -se sorprendió Fitzgibbon- El caso es que él no está aquí. Tal vez debería usted decírselo.
- No, no. Mejor no. Le daré una sorpresa.

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A lo largo de 35 años la vida de Kevin Williams transitó entre la neurosis y los celos. Tan inteligente y calculador como desconfiado, nunca terminó de soportar el éxito de su hermano pequeño, como si éste le privara constantemente de cada pequeña victoria. El cariño de mamá, la atención de las mujeres, el triunfo en los deportes, la facilidad para el dinero y la popularidad. Todo ese desigual repertorio de cosas que a ojos de Kevin, para colmo asmático, le convertían en un perfecto desgraciado.

Hasta los terribles abusos del padrastro parecieron concentrarse con mayor sadismo en el primogénito. Era como si el destino se hubiera ensañado con él, eligiendo al pequeño Brian para proseguir la gloria del abuelo, Calhoun Williams, pianista con Duke Ellington, y del padre, Gene Williams, cantante de los Platters, un talento admirable y un devorador de aventuras, la primera de las cuales terminó en matrimonio cuando madre, Patricia Phillips, contaba con 17 años.

Cinco después el divorcio.

A edad adolescente, cuando un mozo aguarda ser convencido para tomar un camino en la vida, los dos hermanos pasaron un año entero en Las Vegas junto a su padre, el gran artista. La vida adquirió allí una nueva dimensión. Actuaciones, grandes hoteles, night clubs y casinos. Una fascinante parafernalia que hasta palidecía ante aquellas fantásticas historias de padre y sus viajes alrededor del mundo. Kevin también lo envidiaba. Tal vez porque ya entonces se sabía vetado a ese tipo de conquistas. Brian, en cambio, había sido conquistado. En su tierno espíritu prendió la mecha de la aventura, como si no fuera otro el sentido de vivir.

No es que los hermanos no se quisieran. Es que los sentimientos ardían en permanente colisión. Las pequeñas riñas y reyertas forman parte de lo habitual entre chiquillos hermanos. Pero cuando el tiempo avanza lo suficiente como para hablar de dos jóvenes por encima de los veinte años y los dos metros, uno informático el otro estrella de la canasta en Arizona, el asunto escapa incluso a la pedagogía.

Ningún episodio más revelador que la excursión que madre quiso disfrutar con ellos el verano de 1990 en el Gran Cañon. Ni un solo instante de aquel infernal fin de semana se libró de la batalla. No bastaban los gritos y amenazas, llegando ambos a las manos y los pies sin que una mujer, fuera madre o santa, pudiera hacer nada por evitar la pelea, la vergüenza y la atónita mirada de los testigos. Patricia no entendía nada. Sobre todo en el menor de sus hijos, a cuya educación había entregado un exquisito cuidado desde que fuera niño, cuando flanqueaban sus horas de escuela el jazz y el yoga. Madre habría dado la vida por volver a aquellas tarde en casa, cuando sus dos pequeños convivían en paz enfrascados en montar aviones de miniatura, ayudándose en silencio, como si un solo cuerpo moviera las cuatro manos.

Y aquel primer núcleo familiar corrió una vez más a dispersarse. Padre en Nevada, madre en Phoenix con su segundo marido, Kevin en California y Brian, poco después, en Florida. Porque Orlando Magic había decidido apostar por él como número 10 del draft de 1991. La carrera profesional de Brian Williams había, pues, comenzado.

En los seis años siguientes fueron pocos los periodos de paz. Pocos y muy frágiles.

En su segundo año fue apartado del equipo por depresión. Un término demasiado flaco para describir algunos de sus extraños tormentos. Se despertaba inquieto a medianoche sin que pudiera volver a coger el sueño. Le aterraba la idea de abandonar la cama para acudir a entrenar. Una mañana, marcando a Shaquille, cayó a plomo al desmayarse en mitad de una sesión. Otra quedó dormido al volante y fue a estrellarse contra una torre de alta tensión. Al cruel insomnio, al que una noche llegó a combatir con la ingesta de 15 pastillas, se sumaba lo inconveniente de su educación vegetariana. Dos mil calorías cuando necesitaba el triple. Odiaba con todas sus fuerzas Orlando, una ciudad -solía decir- "hecha para turistas".

El técnico Matt Guokas creyó estar tratando con un loco cuando tras una derrota en Dallas un comentario suyo en el vestuario -"No podemos seguir así"- despertó la ira de Brian como si fuera con él. Allí se acabó la charla. Al inmediato reproche de Skiles -"¡Cállate, esto no va contigo!"- ya no hubo manera de detenerlo. Ni siquiera en los días siguientes a cuyo primer entrenamiento terminó a puñetazos con Jeff Turner. En adelante ningún componente del equipo se referiría a él sin emplear la palabra "medicación".

Donde otros veían glamour Brian sólo ridículo. No le impresionaba la NBA. Antes bien añoraba las andanzas con su odiado padrastro, Ron Barker, al que nunca podría pagar en gratitud haberle ingresado tiempo atrás en los hipnóticos mundos de Coltrane, Adderley o Miles Davis. 


 Miles Davis


Este último era lo único en el mundo que parecía poner de acuerdo a los dos hermanos. Ambos idolatraban hasta lo indecible su obra y figura. "Si yo tuviera por el baloncesto -reconocía el pequeño- la misma pasión que Miles Davis por la música, sería uno de los mejores jugadores de la historia".

Brian fue sometido a un severo tratamiento médico.

Para cuando despertó lo hizo en Denver, en aquellos Nuggets que una noche reventaron la liga por liquidar a los Sonics, el primer equipo de la temporada. La noche que las cámaras recogieron el éxtasis de Mutombo en el suelo de Seattle Brian Williams había sido el mejor (17 puntos y 19 rebotes). Dulce y fugaz alegría. No mucho después acabaría en el equipo pobre de Los Angeles antes de pasar la temporada del 97 casi en blanco por una intervención quirúrgica.


Seattle, 7 de mayo de 1994


Para entonces la figura de Brian Williams era la más insondable y enigmática de toda la NBA, un mundo voraz que lo observaba como un bicho raro sobre el que circulaban todo tipo de rumores, desde que fuera gay por no ceder a las veleidades sexuales comunes en la liga o atiborrarse de desodorante antes de entrenar a que, obsesionado por los nutrientes, hubiese llegado a comer tierra. Y tampoco él ayudaba:

- ¿Qué opinión te merece que haya mujeres árbitros?
- Soy partidario de la igualdad de derechos.
- Entonces, ¿qué te parece?
- Una absoluta memez.

En temporada era imposible quedar con él. Bohemio de dormitorio y autor de poesía urbana, se ocultaba del mundo entregando sus horas al saxo, la trompeta, el bajo y la guitarra o leyendo a Kant, Nietzsche y Kierkegaard. Entretanto sumergía al extremo su aislamiento buceando en el gigantesco acuario que había hecho construir en casa.

En una ocasión rompió a llorar amargamente para asombro de sus compañeros. ¿El motivo? Una película sobre el Apartheid. Tampoco era menor la sorpresa de quienes, antes de cada entrenamiento, le veían correr por las gradas del pabellón y, de repente, ocultarse unos segundos bajo los asientos. Una noche, volando junto a sus compañeros de Denver, Brian se incorporó súbitamente y corrió pasillo atrás antes de hacerse oír por todo el avión: "¿Y qué pasaría si abro ahora esta compuerta, eh?". Al parecer se trataba de una broma. Pero todos callaron.

Tampoco nadie sabía muy bien qué decir cada vez que en el autobús de Detroit se preguntaba: "Bien, ¿estamos ya todos?". Y alguien respondía: "No, falta el de siempre".

Era como si el baloncesto le pesara amargamente y Brian estuviera ansioso por que todo terminara para dar rienda suelta a sus ensoñaciones, como hacía cada verano. Piloto de aeroplanos, había corrido en San Fermín, alquilado camellos para perderse en Egipto, apostado dinero en los casinos de Mónaco, disfrutado de la noche en Cuba, México y Marruecos, disparado ráfagas de ametralladora en Beirut, gozado de la prostitución de lujo en el sur de Francia y recorrido en bicicleta travesías de mil trescientos kilómetros por el desierto americano.

El 2 de abril de 1997 el baloncesto le recuperó en el mejor lugar imaginable: Chicago Bulls. La baja por lesión de Bill Wennington rescató a Brian de la agencia libre para disputar junto a Jordan, Pippen y Rodman dos meses de auténtico ensueño y conquistar el anillo, algo por lo que muchos otros dotaban de sentido a sus vidas.

Jordan había sido muy claro con él: "Aquí vas a hacer esto, esto y esto. Y mientras no haya partidos, entrenamientos o viajes, al gimnasio". En apenas semanas Brian alcanzó su plenitud, la de un rocoso ala-pívot en torno a los 2.08 de hábil zurda y formidable destreza para rematar en los aledaños del hierro.

Y todo ello sin dejar de ser él mismo. Durante las Finales Jackson le previno de las noches con Dennis Rodman. "Ten cuidado con él. Acabará contigo". Y Brian respondió compartiendo habitación en el hotel de Utah con el vocalista y guitarra de Smashing Pumpkins, Billy Corgan, tan encantado inicialmente con la experiencia como devastado poco después por un entusiasmo y vitalidad que sentía incapaz de secundar. "Espera, espera, escucha esta otra que he compuesto". Asolado por la noche y el sueño Corgan había perdido la cuenta. "Por favor, basta ya, acuéstate y duerme". Pero Brian seguía a lo suyo.

Fueron días de verdad fabulosos. En Chicago, por primera y única vez, Brian experimentó algo cercano a la felicidad en esa profesión que el destino le había deparado.

Una profesión que aquel verano le premiará finalmente al extenderle Detroit un cheque por valor de siete años y 42 millones de dólares. De entre el mucho trabajo que urgía a Doug Collins había una pequeña parte, menos técnica que humana, que le afectaría personalmente. El cuidado de aquel enigmático muchacho que a ratos le resultaba tan brillante como frágil. "Me hizo un regalo por Navidad. Es el único jugador en toda mi carrera que ha hecho algo así conmigo". Una sensibilidad de la que no eran muy partícipes los compañeros, especialmente Christian Laettner, que no eludió acusar a Brian de ser un continuo motivo de distracción para el equipo. 

Una noche en Philadelphia Derrick Coleman le desafió camino de vestuarios para iniciar una pelea, a la que Brian renunció de inmediato a pesar del fuerte empujón recibido. Collins le felicitó por el gesto. A su juicio había obrado bien por el equipo. Pero el equipo no pensaba lo mismo y en el autobús Brian lamentó escuchar el murmullo de desaprobación por lo que algunos consideraban un acto indigno de un hombre. Tiempo atrás había sido multado por la liga por ingresar en pista para poner fin a una reyerta entre Chambers y Mutombo.

Collins fue de los pocos en agradecerle personalmente los diez mil dólares que costó invitar a cenar a todos los miembros de la plantilla.

Así Brian celebró la huelga del 99 como nadie. Acaso tan sólo como Rodman. Disponía por fin de tiempo para sumergirse en profundas travesías en solitario, de transfigurarse en un Kerouac africano, de alterar incluso su identidad por la de Bison Dele en honor a sus ancestros. Aquel nuevo nombre incorporaba la pureza Cherokee, la libertad del bisonte y la doliente sangre vertida por el esclavismo negro.

En adelante Bison perdería su rastro al pasado mientras su nombre colgaba inerte en las listas de la Free Agency.

Y ya nada podía detenerle. Aquel verano compró una casa flotante en Lake Powelll (Arizona) y la llenó de amigos, entre los que se encontraba una persona muy influyente en su vida, hijo de un parlamentario libanés, Ahmad El Husseini, a quien había conocido en sus años de universidad. Ambos no tardaron mucho en abandonar el lago y viajar juntos por Europa antes de terminar nuevamente en Beirut, donde se hicieron con una planta depuradora.

Beirut y las pocas noticias que llegaban de Brian despertaron un inquieto desfile de llamadas que culminaron con un correo que dejó completamente perplejo a su agente Dwight Manley:

"Estimado Dwight. No tengo intención de seguir jugando. Habla con los Pistons y haz oficial mi retirada. Es irrevocable".

Detroit corrió a ocupar su puesto con el fichaje de Terry Mills pero el equipo no desfalleció hasta apurar insospechados recursos.

- Oye, chico, soy Bill Davidson, dueño de Detroit Pistons -a petición de su amigo era Ahmad quien cogía el teléfono-. Quiero hablar con él. Es urgente.
- Lo lamento, señor Davidson. No volverá.

Otras comunicaciones iban incluso más allá.

- ¡Guau! ¡Un telegrama de Phil Jackson! Y quiere que juegues en sus Lakers.
La propuesta llegó días después de que Jacko reconociera abiertamente a la prensa que Dele había sido "uno de los alumnos más aventajados que he conocido en mi vida".

Aquel revuelo se debía al optimismo de Manley y a unas infundadas declaraciones en las que insinuaba que el jugador consideraba volver, momento en que un nutrido ramillete de equipos mostraron su abierto interés en contratarle. Pero Manley no tenía nada que ofrecer. Su jugador no estaba, como si no existiera, lo que despertó una corriente de rumores sobre que el jugador se hallaba metido en serios problemas.

- Ahmad, soy Jesse Jackson. Necesito hablar con él.
- Es inútil, reverendo. No quiere hablar con nadie.

Aquel fue el último recurso al que apeló su representante, incapaz de creer que un joven de 30 años pudiera renunciar a más de 30 millones de dólares.

- Pero... ¿qué es lo que tengo que hacer para que me dejen en paz? -repetía Bison al libanés.

Fueron cuatro meses de desenfreno, un ritmo que El Husseini no pudo aguantar haciéndolo saber a su amigo con la mejor de sus intenciones: "Oye, no me entiendas mal, pero ¿por qué no te vas un mes a algún sitio y luego vuelves? Tengo que trabajar, no sé, hacer una vida algo más normal". Bison se sintió menos ofendido que traicionado. Cogió sus cosas y emprendió dolido su marcha. Esta vez, se prometió, para siempre. 

Huyó en solitario a través de la India e Indonesia antes de instalarse en un pequeño islote de las índicas Seychelles, al noreste de Madagascar. El joven había cortado definitivamente los hilos que le unían al mundo que hasta entonces había conocido.

A finales de 1999 llegaba a Australia, donde en la noche del 31 de diciembre se perdía entre la jubilosa multitud congregada en Sydney para recibir al nuevo milenio. Días después compraba un camión gigantesco con el que pretendía recorrer el país. La nave contaba con cocina y dormitorio y portaba víveres, ropa, una moto, una tabla de surf, un kayak, un equipo de submarinismo y un camping. Más de lo necesario para sobrevivir.

Su itinerario se vio sin embargo detenido al caer hechizado de la localidad costera de Fremantle, al sudoeste de Perth. Allí se instaló por un tiempo y allí comenzó a hacer amigos que nada sabían de él.

De aquellas amistades la más cercana y sincera se despertó con una joven australiana de nombre Megan Moody, que un buen día le inquirió la pregunta decisiva:

- ¿Por qué estás aquí?
Bison respiró hondo antes de hacer un escueto retrato de su pasado.
- No me gustaba quién era en mi anterior vida. Una mañana me levanté y sentí asco de mí. Del tipo de persona en que me había convertido. No quiero fama ni dinero. Allí nunca encontraré la paz que estoy buscando.

Poco después el nuevo hechizo le vino del mar. Adquirió por 650 mil dólares un catamarán de 17 metros que en adelante sería su hogar, al que llamó Hakuna Matata, en suajili "no hay problema". Buscó un patrón y lo encontró en el veterano Jon Sanders.

El 8 de febrero de 2001 Bison Dele dejaba atrás Fremantle y la tierra firme. Emprendía una aventura sin destino. Una aventura para la que no contemplaba fin.

En las siguientes semanas Dele, Moody y Sanders surcarían la costa del sudoeste australiano hasta que el primer incidente vulneró la paz de aquellos días. El patrón y la chica no se tragaban y la joven no tardó mucho en confiar el malestar a su amigo.

- Oye, ¿qué es lo que pasa con Megan?
- Lo mismo que con tu marihuana en el barco. No me gusta.
- Lamento recordarte que el barco es mío.
- Un barco siempre es de quien lo maneja.

Sanders, que había dado hasta tres veces la vuelta al mundo, se comportaba como un lobo de mar, un hombre demasiado severo para tolerar determinadas cosas a bordo. Bison no quería problemas y decidió prescindir de sus servicios en favor de un nativo algo más relajado de nombre Mark Beal.

El Hakuna retomó la marcha por las costas del sudoeste australiano con seis personas a bordo. Bison, Megan, Mark y otros tres amigos, entre los que destacaba un alemán al que llamaban Drema y que Bison había conocido en uno de sus trayectos por el desierto.

Juntos pasaron semanas inolvidables. Reían y charlaban en cubierta hasta altas horas de la noche. De noches serenas y estrelladas bañadas por aquel hipnótico deep tan del gusto de Bison que embriagaba a todos y se extendía libre por el infinito. Y aunque no lo pretendiera terminaba siempre siendo él protagonista. Adoraba conversar y hacía gala de una cultura desorbitada. Pero mucho menos que de una empatía natural que ganaba aprisa a quienes le conocían. Parecía constantemente inflamado por una inagotable energía que sólo la marihuana calmaba a cada última hora del día. A veces, se retiraba largos ratos como si necesitara meditar. Y al cabo, reaparecía completamente renovado.

Y todos, sin excepción, caían de sueño antes de que lo hiciera él, como si quisiera coronar cada jornada como testigo solitario de toda aquella hermosa majestad.




- ¿Por qué... eres tan generoso? -se preguntaba a menudo el alemán, como si supiera de algunos pasajes en la vida de Bison. Como cuando entregaba fajos enteros en los suburbios de México a todo aquel que pareciera necesitarlo. Como si supiera que mensualmente le hacía llegar a madre cinco mil dólares o que regalaba entradas a niños, personal de limpieza y empleados en cada equipo que vistió de corto.

Y Bison respondía encogiéndose de hombros mientras esbozaba una cálida sonrisa.
- Te deseo mucha suerte, amigo -añadió Drema al despedirse camino de tierra firme.

El resto prosiguió su aventura por los mares del Sur.

Una mañana de febrero, a pocos días de alcanzar la costa de Melbourne, el Hakuna recibió un inesperado correo.

"Bison, quiero volver a jugar. Lo haré en los Wizards. Me gustaría que formaras parte de este proyecto. Quiero que volvamos a jugar juntos".

Para otros muchos resultaría realmente complicado negarse a la petición de aquel remitente. Para Bison era en cambio algo sencillo.

"Agradezco enormemente tu solicitud, Michael. Pero lo siento, me debo a mi nueva vida. Aquí soy feliz y no volveré a jugar. Gracias de todo corazón".


Bison & Michael (1997)


Aquel correo, la noticia que portaba, que de hacerse pública habría recorrido el planeta en pocos minutos, fue el último contacto que estableció el baloncesto con Bison Dele, como si éste hubiera arrojado al mar para siempe la brújula del juego.

Llegados a Melbourne, Megan Moody decidió poner pie en tierra. Decía adiós a la aventura no sin dolor ni motivo. Una mujer sabe exactamente dónde reside el amor del hombre al que apunta. Y su fuero interno temía caer enamorada de aquel alma libre, que sin embargo no había olvidado a su único amor, de quien precisamente tanto habló con ella. Esa chica era Serena Karlan, a quien Bison conociera en Los Angeles durante su año con los Clippers.

Bison no la había olvidado. Sabía que a su marcha ella había emigrado a Nueva York con el sueño de encender allí su carrera artística. Tenía que llamarla. Tal vez con ella la felicidad fuera completa.

Poco después tocó el turno a Mark Bears. El patrón había cumplido con creces su tarea de conducir a la tripulación camino de las costas del norte. Cerca del puerto de Brisbane su lugar lo ocupó otro navegante, Ben Fitzgibbon, y un amigo personal de éste de nombre Mark Benson. Juntos alcanzarían en abril de 2001 las exóticas tierras de Papúa Nueva Guinea.

Para entonces Bison parecía un hombre completamente nuevo. Había calmado visiblemente sus nervios y empleado buena parte del tiempo en las destrezas marítimas, de la navegación a la pesca.

- Te gusta rodearte del mar -le inquirió Fitzgibbon en alguna ocasión.
- Mucho menos que de las buenas personas.

Acaso faltara una de ellas.

Así el joven puso en adelante todo su empeño en encontrar a Serena Karlan. Lo consiguió en el mes de octubre accediendo también al favor de su patrón, Fitzgibbon, de llevar al barco a su novia, Yvonne Moore, que enseguida se mostró algo incómoda con la situación.

- Me haré cargo de todos los gastos.
- Pero yo no quiero que tú...
- Por favor.

La remota isla de Vanuatu, al norte de Nueva Caledonia, fue testigo de la cita. La nueva tripulación, compuesta por Bison Dele, Serena Karlan, Ben Fitzgibbon, Yvonne Moore y la cocinera Sheri Bromley, acabó formando en pocas semanas una confortable familia.

Ahora sí, la felicidad de Bison Dele era completa.

Pero otra vez breve. A medida que pasaron las semanas Serena Karlan se vio invadida por la melancolía. Comenzó a ver su futuro como algo incierto. Había dejado abruptamente compromisos, familia y amigos al otro lado del mundo, donde tenía una vida que acometer. Así el 24 de noviembre, igual que habían llegado, Karlan y Moore abandonaron la embarcación camino del mundo real.

Apenado por aquel desenlace Dele prosiguió su aventura, a la que pronto se uniría un nuevo patrón, el francés Bertrand Saldo, un adinerado joven propietario de un yate afincado en Vanuatu, donde había conocido a Bison. Saldo no era mal tipo. Y tampoco alardeaba de su curiosa condición. Era sobrino del que fuera ministro de defensa francés, Charles Hernu, dimitido de su cargo por la destrucción del Rainbow Warrior de Greenpeace.

Era cuestión de tiempo y Bison sucumbió a la ausencia de Serena. Ni un solo día había dejado de enviar correos y llamadas telefónicas a su amada. Su perseverancia acabó dando fruto. Serena lo dejaría todo por él. Bison le envió 50 mil dólares para que saldara sus deudas en Nueva York y ambos unieran definitivamente sus destinos. En enero de 2002 el Hakuna gozaba otra vez de la presencia de Serena Karlan.

La pareja voló hasta Auckland (Nueva Zelanda) para pasar allí unas semanas a solas. La embarcación quedó a cargo de cuatro tripulantes: los dos patrones, Mark Benson y la cocinera.

La casualidad quiso que el Hakuna recibiera entonces una inesperada llamada. Una llamada que cogió desprevenidos a todos.

(retoma el diálogo inicial)
- Está bien, pero creo que debería llamarle y hacérselo saber -insistió Fitzgibbon, algo confuso por lo alterado de aquel hombre.
- Preferiría que no lo supiera. Hace años que mi hermano no sabe de mí. Créeme, será una gran sorpresa para los dos.

Y así fue en un principio. A su encuentro Bison Dele (Brian Williams) y su hermano Miles Dabord (Kevin Williams) se fundieron en un estrecho abrazo que emocionó a todos, ignorantes del personal abismo al que desde hacía tiempo aquel hombre se había precipitado. El cambio de identidad -Miles por Miles Davis y Dabord por un familiar- apenas había mejorado su vida.

Sin empleo, Dabord estaba en la ruina y al borde del derrumbe cuando su hermano pequeño, otra vez él, acudió a su cabeza como una tabla de salvación. Tal vez la única. El primogénito disimuló hasta la ocultación todas aquellas circunstancias, incluyendo la deuda de cuatro mil dólares que había contraído con su novia, Deanne Heinrichs, por el alquiler del apartamento en Palo Alto.

Fitzgibbon desconfiaba. Aquel visitante venía para quedarse. En los ratos a solas el patrón quería llegar a la verdad del asunto.

- Ya te lo he dicho. Quiero hacer las paces con mi hermano. Unirme a él para siempre. (...) Han sido años difíciles. (...) Sí, éste es también mi camino. ¿Te he dicho que me encanta el mar?

Por sus gestos, palabras y miradas, todo ello a una velocidad desacostumbrada en aquella cubierta, era evidente que aquel hombre acababa de caer de la urbe arrastrando consigo toda su buena carga de problemas.

El Hakuna y su tripulación se adentraron en las profundidades del Pacífico Sur, una travesía que hasta entonces se había visto privada de todas aquellas contingencias que hacían soñar a Verne, Conrad o Melville. Fueron días de calma chicha. Días también de paz a pesar del recién llegado.

Dabord mostraba gran interés en aprender el funcionamiento de la embarcación. Con la ayuda de Fitzgibbon y Saldo pronto supo lo necesario.

Nunca había asomado la jerarquía a bordo. No hasta la llegada del aquel hombre ambicioso de conducta inestable y desaforada oratoria. Siempre tenía a su hermano en boca. Con elogios a su presencia y una fuerte carga de ironía a su ausencia. Esta última apreciación se hacía muy patente en relación a la salud de que decía gozar su hermano pequeño, dado el visible deterioro de Dabord, algo avejentado y ganado por el sobrepeso.

Continuamente narraba pequeñas rencillas de la infancia de ambos, riendo a mandíbula batiente cuando encontraba la anécdota que hiciera salir mal parado al pequeño. "Y se marchaba llorando, jajajaj...". Tampoco se privó de sacar a colación la carrera NBA de Bison. Algo de lo que él mismo se había guardado cuidadosamente. "¿¡Y a quién coño le importa eso!?", interrumpía molesto. Pero Dabord seguía como si nada. 

Así las desavenencias no tardaron en aparecer, precipitándose ambos a discusiones nacidas en torno a asuntos sin importancia. Asuntos que hasta entonces no habían despertado la menor irritación de Bison. Discusiones cada vez más frecuentes y acaloradas. Tan frecuentes como la intervención de los testigos cuando el conflicto rebasaba lo conveniente. "Venga, basta ya, por favor".

El mal presagio que rodeaba a Miles Dabord se materializó incluso en forma de correo. Desde California Deanne Heinrichs le reclamaba el dinero que adeudaba. La respuesta del acreedor, más que una declaración de intenciones, era todo un retrato de sí mismo:




El instinto femenino de Serena Karlan actuó entonces con discreción. Convenció a Bison para pasar unas semanas a solas en la paradisíaca isla de Moorea. Karlan sabía dónde estaba el problema. Pero Bison no podía enviar a casa a su hermano. No podría dormir en paz.

Desde el hotel de la isla, Bison se puso en contacto con su amigo y asesor financiero, Kevin Porter. "Vigila las cuentas. Me preocupa mucho. Ten cuidado, por favor. No quiero gastos inútiles. Sólo yo puedo dar orden, ¿de acuerdo?".

Sin la pareja a bordo Miles Dabord redobló las sospechas en torno a su carácter. Su descaro no encontraba resistencia y así se arrogó el timón de la embarcación, lo único que pareció concentrar su atención en los días siguientes. Quería probar la velocidad de la nave y ponerla al máximo. Alcanzaron las costas de Tahiti el 19 de junio. Habían empleado un tiempo récord de tres semanas.

El 21 zarparon rumbo a Moorea para recoger a la pareja. Una semana después Mark Benson abandonaba al grupo de regreso a Australia. El sábado 6 de julio el Hakuna viraba una vez más. Lo hacía con cuatro personas a bordo. Los dos hermanos, la novia del menor y el patrón francés ponían rumbo a Honolulu desde las inmediaciones de la remota isla de Maiao.

Aquel destino en los confines del mundo estaba maldito.


 Maiao

Nadie sabe lo que ocurrió ni qué pudo pasar por la cabeza de Miles Dabord aquella luminosa mañana de domingo. Pero todo tuvo que precipitarse muy rápidamente.

La pelea entre los hermanos alcanzó su masa crítica cuando Serena cayó herida sobre cubierta en su empeño por intermediar, lo que inflamó a Bison a una erupción sin control. Instantes después rajaban el aire los disparos de una Glock, un arma propiedad de Bison que Miles habría encontrado a su ausencia.

Kevin Williams, de 35 años, disparó a bocajarro sobre su hermano Brian, de 33, acabando allí mismo con su vida. Acto seguido descerrajó otros dos, también mortales, sobre Serena Karlan (30) y Bertrand Saldo (32). El cielo azul y el inmenso océano quedaban como únicos testigos de la masacre.

El asesino alejó la embarcación unas millas más de la costa antes de arrojar los tres cuerpos por la borda, a merced de las corrientes del Pacífico Sur.

Y con la misma frialdad puso rumbo a Moorea, donde le aguardaba una vieja amiga con quien estaba citado, Erica Wiese. Meses atrás, antes de aparecer en la embarcación pero sabiendo de su ubicación, había pasado con ella una semana como turista en atolones cercanos. En aquella ocasión Dabord desapareció también de su vista.

- No te preocupes, nena. Tengo que arreglar algún asunto. Nos veremos aquí. Te llamaré. Vendré a buscarte en mi catamarán, pasaremos unos días juntos y volveremos a casa.
- ¿Tienes un catamarán?

Miles cumplió lo prometido, ocupando su regreso en borrar el sello de la embarcación, a la que llamó Aria Bella, y sobre todo las huellas de cubierta (con tal precisión que los investigadores apenas hallarían restos). Para entonces creía tener una coartada:

- Mi hermano y ella se quedaron en Raiatea. Y el francés salió hace un rato a buscar a unos amigos para quedarse aquí unos días con ellos.

El día 15 Erica Wiese volaba a California. A la mañana siguiente el club náutico de Tahiti recibía una llamada de urgencia. Un catamarán había encallado en los arrecifes con una persona a bordo. "Disculpen mi torpeza". Las autoridades lo remontaron hasta la costa. No hubo preguntas pero Dabord apresuró la maleta con destino a Palo Alto.

Allí se reencontró con Erica Wiese.

Las fechas siguientes fueron una alocada e incoherente carrera para el triple homicida. En un mes cambió tres veces de domicilio. De San Franciso a Miami, de Miami a Belice, previo paso por Phoenix, donde suplantó a su hermano con un cheque por valor de 152 mil dólares a cambiar por oro. Portaba consigo el pasaporte, la chequera y dos tarjetas de crédido de su hermano. Pero ignoró el hecho de que la desaparición de Bison Dele ya estaba en conocimiento de la policía, que arrestó a Dabord en cuanto supo de su paradero.

Durante el trayecto a comisaría el detenido, visiblemente nervioso, no paró de hablar:

- ¿Sabe, agente? Estoy orgulloso de mi hermano. Sí, de su carrera y su forma de ser... Estoy deseando volver a verle.
- Y usted, ¿no juega a baloncesto?
- No -repuso en seco-. Todo el talento de la familia se lo quedó él.

En las siguientes siete horas de interrogatorio Miles Dabord presentó todos los síntomas de un maníaco. Nervioso y balbuceante, pronunciaba frases inconexas antes de romper a reír o estallar en sollozos, estrechando varias veces las manos de los agentes o inflamándose de ira al minuto siguiente. Así hasta que la sargento Mary Roberts lo intentó por última vez.

- ¿Sabe dónde están los desaparecidos?
- No.
- ¿Ninguno de ellos?
- Ya le he dicho que no.
- Muy bien. Aguarde un momento. Hay alguien que quiere verle.

Era Kevin Porter, el estrecho asesor a quien oportunamente Bison advirtió del peligro. Los dos quedaron a solas.

- Créeme... fue... fue él mismo quien me pidió que sacara ese oro.
- Miles, él no ha extendido ni un solo cheque en diez años. No puede hacer ese tipo de operaciones. Sólo yo.
- Pero... ¡él me lo pidió! ¿Qué quieres que te diga?
- Sólo una cosa, por favor. ¿Están vivos?
- Maldita sea, lo estaban cuando yo me marché. Les dejé allí, felices y completamente libres.

Para entonces la policía especulaba con la posibilidad de que la tripulación hubiese sido apresada por piratas de la Polinesia. Dabord quedó libre. No había pruebas contra él.

Pero puede que pronto las hubiera. El tiempo corría en su contra y tan pronto volvió a reunirse con Wiese, en un motel de San Ysidro (California), ésta fue objeto de una curiosa confesión entre agitados sollozos.

- Él y yo forcejeamos... y ella, mierda... ella se interpuso y... cayó y se golpeó muy fuerte en la cabeza... Mi hermano se puso nervioso. Sabía que el francés hablaría y... y... también lo mató. Venía a por mí... ¿sabes? ¡Tuve que matarle! Fue en defensa propia... ¿¡me entiendes!? ¡Tengo miedo!
- Pero...
- Los tiré al mar. ¿Qué podía hacer? ¿Yo solo con tres cadáveres?
- ...
- Voy a llamar a Paul. ¡Él me creerá! ¡Sí... tengo que contárselo todo!
           
Pero su amigo Paul Davis quedó tan perplejo como Erica Wiese.

Cuando la conversación terminó ella se había ido.

Dabord estaba solo. Era momento de huir.

Pero antes una llamada. Necesitaba hablar con un abogado.

- Su historia es demasiado increíble -resopló-. Me temo que pelear algo así podría salirle por unos 200 mil pavos.
- ¿¡Qué!?

Era cuestión de horas que Paul o Erica largaran. Ella pasó la noche sola en el viejo apartamento. Bajo la almohada escondía un cuchillo.

Para entonces el cielo se había cerrado del todo sobre Dabord, que pisaba a fondo el acelerador como si eso le ayudara a escapar.

Cruzó la frontera de México y acabó dando con sus pasos en Tijuana, en una de cuyas calles fue encontrado poco después en estado de coma. Ni siquiera la insulina y el Valium le ayudaron a quitarse la vida.

Los tres días anteriores Miles había hablado con su madre. Nada extraño si en tres años la hubiera llamado alguna vez. La última todavía golpea con fuerza la memoria de Patricia Phillips: "¡Mamá, necesito que me creas! ¡Nunca haría daño a mi hermano! ¡Necesito saber que me quieres antes de morir! ¡Nadie creerá mi historia! ¡Nadie!".

El viernes 27 de septiembre el corazón de Miles Dabord dejaba de latir en el hospital californiano de Chula Vista.

A miles de kilómetros de allí una pequeña embarcación guardaría eternamente el secreto de lo ocurrido haciendo por fin honor a su nombre. Porque también ella descansaba en paz.

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