El primer partido de las Finales de 1979 se cerró con un extraño episodio. Con empate a 97 una penetración de Larry Wright (Washington) se saldó con falta de Dennis Johnson (Seattle). Eddie Rush no tuvo ningún reparo en señalar la falta cuando el tiempo había expirado. De manera que Wright dispondría de tres tiros libres -normativa vigente- para conseguir la victoria. Wright, que hasta entonces firmaba una inmaculada serie de 19 de 19 en playoffs, falló el primero.
Ninguno de sus compañeros se acercó a él.
Anotó el siguiente y tampoco. De hecho celebró a solas el triunfo hasta acabar acertando también el tercero (99-97).
Aquella imagen, su soledad tras el fallo, sería impensable hoy en día.
Es un ejemplo. Uno solo de los cientos de miles posibles. Uno muy significativo, tal vez el más para explicar lo que se pretende. Un compañero se juega sobre la línea de tiros libres una victoria en plenas Finales y acierte o falle nadie de los suyos acude a tocarle.
Esto era así no hace mucho.
El jugador que tiraba los libres estaba solo. Completamente. El balón, el aro y esos segundos como de patíbulo solitario eran toda su compañía.
Nadie sabe exactamente cuándo y quién fue el primero de ellos en acercarse al tirador.
De hecho para cifrar el origen de este uso habría que utilizar el mismo truco de que se valió Rousseau para explicar el principio de la propiedad privada: "El primer hombre al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir 'Esto es mío' y encontró a gentes lo bastante simples como para hacerle caso".
Así nace un uso. Nadie sabe cuándo ni por qué. Sólo, y sin completa certeza, cómo pudo ocurrir.
En algún remoto partido y momento uno de esos compañeros que aguardan el rebote buscó el sincero consuelo del tirador seguramente después de fallar su primer tiro (el segundo no habría permitido ese contacto). ¿Cómo? Ofreciéndole la mano. Acudiendo así a su amparo. Un gesto tan simple que en algún otro lugar y momento otro compañero vino a hacer lo mismo. Y un tercero a sumarse después. Así fue extendiéndose la cosa hasta que el error o el acierto importaban menos que el contacto de los compañeros con el tirador. El de cada vez más. El de todos, a ser posible.
Y así llegamos a hoy. A lo que ocurre en los tiros libres. A ese episodio que se repite sistemáticamente y que consiste en chocar la mano al tirador, tocarle al menos, iniciar el gesto o simularlo aunque no se produzca el contacto.
Sorprende que nadie lo haya hecho notar. Este uso se ha extendido por completo al baloncesto mundial. Se ha colado con sigilo por la historia e instalado con tanta fuerza que si un jugador no recibiera ese contacto inmediato la sospecha sería grande. Incluso gracias a Bogut sabemos que el ritual ha adquirido ya carácter de reflejo condicionado.
Y tampoco sabemos muy bien si es el tirador el que precisa del contacto de los compañeros o éstos de tocar al tirador. El caso es que parece necesario y grato a todos ellos.
El caso es que ya no hay vuelta atrás.
Éste de los tiros libres no es más que un peldaño en el que apoyarnos para explicar algo mucho mayor y general. Un fenómeno que surge, como tantos otros, de algo muy pequeño.
El New York Times se hacía eco recientemente de los últimos estudios realizados en el campo del lenguaje táctil y su vital importancia en la transmisión de emociones. Estudios que continuaban los trabajos llevados a cabo hace más de una década por investigadores del departamento de medicina de las universidades de Miami y Nova. Los resultados demostraban que el tacto como terapia aliviaba la ansiedad y los síntomas de depresión, reducía los niveles de hidrocortisona y aumentaba la atención y la actividad. Resultados que al fin y al cabo verificaban algo ya intuido.
El siguiente paso es mucho más reciente. Y más sorprendente también.
Se trataba de saber si el tacto ejercía algún tipo de influjo en los sujetos receptores. Y al parecer así es. Los llamados momentary touches pueden actuar de manera positiva en quienes los reciben. Como si hubiera una estrecha relación entre el tacto y el éxito en un plazo inmediato.
Para comprobarlo investigadores de la Universidad de Berkeley realizaron un estudio apoyándose en un muestrario fascinante, decisivo, un terreno ideal para una investigación de estas características: la NBA. O lo que es lo mismo, el baloncesto. Porque no hay un escenario igual. No un continente donde la frecuencia y volumen del contacto, amable u hostil, tenga parangón en el mundo del deporte.
El tipo de contacto estudiado era el táctil. Y como su objetivo era empático podríamos darlo en llamar contacto amable.
Así el equipo formado por los doctores Michael W. Kraus, Cassy Huang y Dacher Keltner sometió a estudio un periodo temprano de la temporada de 2009 llegando a la conclusión, con escasas salvedades, de que los mejores equipos de la liga tendían al contacto recíproco en mucho mayor grado que los peores.
Los resultados arrojaban el contundente saldo de que los equipos cuyos jugadores mostraban una mayor interacción táctil eran Celtics y Lakers, mientras que en el extremo opuesto, los equipos cuyos miembros apenas se tocaban o lo hacían en el menor grado eran Bobcats y Kings.
Una deducción que no conduce a resultados concluyentes cuando parece claro que los aciertos favorecen mucho más el contacto que los errores. Y que un buen equipo dará muchas más oportunidades de contacto amable que uno malo. Pero al mismo tiempo esa correlación invita a pensar en qué grado puede influir el factor táctil en la reproducción de esos aciertos. Cómo el clima táctil afecta al marcador.
La incertidumbre, pues, residiría en saber si el acierto precede al tacto en una proporción muy superior a la inversa: que el tacto conduzca a un mayor éxito de las acciones. Y posiblemente ninguna respuesta más adecuada que la del circuito de reproducción que muestra la figura inferior, uno de los procesos más visibles y manifiestos a lo largo de un partido de baloncesto.
Lo que sí demostraba el estudio son cambios hormonales en sentido positivo. Que esos contactos disparan los niveles de oxitocina, la llamada hormona generosa que contribuye a reforzar la sensación de confianza y reduce los índices de estrés. Al parecer el cerebro interpreta los contactos amables como una "distribución del problema" (James A. Coan, Univ. Virginia), un reparto de la carga que ayuda a relajar la tensión emocional y a una mejor disposición en la resolución de conflictos y responsabilidades.
Un debate teórico que en la práctica resulta apasionante.
Sin haber índices ni estudios que lo verifiquen el baloncesto NBA de los años cuarenta y cincuenta figuraba un escenario de caballeros sin apenas ejemplos de contactos amables. Aquel baloncesto no estaba a salvo de ellos pero en ningún caso habían adquirido el sentido ceremonial y automático que poseen hoy en día.
Basta la observación para comprobarlo. A sus escasos 21 años, de seguro Derrick Rose ha sido ya tocado en los libres mucho más de lo que Bird fue de manos de Parish y McHale en toda su carrera. Porque entre el primer y segundo tiro libre Bird estaba solo. Era un paréntesis del juego. Y así lo fue para todos sus contemporáneos y precedentes. Así hasta hoy.
Vivimos actualmente una sobrecarga táctil como no había conocido este juego. Sobre el escenario de pista son incontables los ejemplos.
No hay partido que no vea decenas, tal vez cientos, de pequeños contactos amables que arrancan ya mucho antes del salto inicial y no terminan con la bocina. Contactos de una escala cada vez mayor que incluso abren distintas categorías genéricas. Categorías que van, entre otras muchas, del High Five (mano-mano) al Fist Pound (puño-puño) al Belly Bump (pecho-pecho) al Hug (cuerpo-cuerpo) al simbólico Ubuntu (cuerpos-cuerpos).
Lo más sorprendente es que este riquísimo universo gestual avanza tan aprisa que empiezan a fortalecerse las relaciones entre el gesto y la acción que lo precede. Así el suave contacto de los dedos al tiro libre parece poder darse únicamente en ese caso y no en el cruce de compañeros que intercambian la salida a pista. Como en este caso la intensidad del Down Five será menor que su réplica tras el tapón de un compañero que ha dado con el balón fuera.
No es posible descifrar el origen de todo esto como no es posible hacerlo con el saludo.
Pero al desarrollo de este lenguaje táctil hubo jugadores y equipos verdaderamente decisivos.
Tal vez ninguno como Magic Johnson. El High Five no es una invención suya. Pero probablemente ningún otro jugador en la historia contribuyó en mayor medida a su automatismo y extensión por todas las pistas de la NBA. Y tampoco podía ser otro modo. Porque su baloncesto era de tal absoluta generosidad, tal grado de proyección desprendía, que sus emociones materiales no se veían detenidas con las detenciones del juego, prolongando así esa viva comunicación que suponía el tacto y contacto permanente con los suyos. La relación táctil de Magic Johnson con sus compañeros no representa más que una pequeña parte de un incesante caudal expresivo.
Un caudal especialmente desatado en el Johnson más joven. Acuden sus interminables segundos colgado de Abdul Jabbar tras su primer partido como profesional. Un abrazo que acabó enfadando al gigante, infinitamente menos dado al contacto. Tres años después, en el partido que abría la temporada de 1982, un triple suyo desde doce metros enviaba a los Rockets a la prórroga. Camino del tiempo muerto Magic entró en fase de acting out cuando Mark Landsberger salió a su encuentro ofreciendo arriba su mano derecha para recibir la de Johnson. Éste inició el movimiento con tanta fuerza que Landsberger retiró la mano al saludo.
De haber un imposible índice de contacto fraternal nadie lo habría replicado mayor número de veces que el genial jugador angelino. No se explica de otro modo que el Dream Team de 1992 siga siendo uno de los equipos más táctiles de la historia. Y a través de su ejemplo se explica también el notable incremento del tacto en las selecciones presentes en los Juegos Olímpicos. Porque se da un significativo valor de unidad en esas citas.
Hoy día ningún jugador es comparable en ese sentido a Kevin Garnett.
La investigación de Berkeley, en el terreno destinado a los jugadores, arrojó precisamente un podio presidido por Kevin Garnett y seguido de Chris Bosh y Carlos Boozer.
En particular el doctor Keltner realizó una curiosa observación sobre el jugador de los Celtics al comprobar que en un lapso de apenas un segundo fue capaz de tocar a todos sus compañeros tras un lanzamiento libre. Una circunstancia que no sólo confirma el alma proyectiva del jugador sino la abrumadora cercanía física del grupo de Boston.
Con Garnett la exploración alcanza incluso un nuevo grado.
Su voluntad de expresión es tan grande que a través de él se explica otra sorprendente categoría: el touch oneself. Porque Garnett aplaude y golpea su pecho, se motiva a sí mismo como si el resto de compañeros fuera insuficiente. Así no es de extrañar que durante el fabuloso curso de 2008 Garnett apareciera como el gran líder por la sola apariencia de motor del tacto, de tótem del que todo partía y en el que todo terminaba. Un compañero no podía consumar un acierto sin haberle tocado. Garnett era, en suma, el centro de toda unión. El corazón del Ubuntu.
La semántica se muestra especialmente rica en este terreno. El touch oneself contrasta enormemente con el being in touch with oneself, referente al universo interior de la meditación. Las dos caras de una misma moneda.
Esa primera categoría, la del autocamiento o tacto reflexivo, es al mismo tiempo una de las más genuinas y expresivas de cuantas el baloncesto proporciona. Porque es ahí donde cabe incorporar al masivo yacimiento de pequeños rituales y gestos que adquieren en determinados jugadores sentido de ceremonia y rango de manía.
Es como si el jugador se reconociera a sí mismo a través de esos gestos, una identidad que necesita tocarse para verse fortalecida. Es lo que Nowitzki exhibe cada vez que tira de su camiseta y hombros arriba, lo que Shaq pasándose cuatro dedos por las sienes aguardando el balón de los árbitros o Kobe secándolos bajo sus axilas, lo que Bird hacía pasándose los dedos por las suelas o Nash por su lengua o lo que el propio Garnett golpeando el balón contra su frente. Todas son formidables suertes de tacto reflexivo.
A falta de una obra de título El jugador dactilar el campo es, pues, demasiado fértil y grande como para no caer en la tentación de agrupar.
De todos los jugadores que gustan de la relación táctil con los suyos se podrían establecer amplios grupos que irían de:
- los jugadores de contacto natural o meramente empático: Tim Duncan, Pau Gasol, Vince Carter, James Harden o Tony Parker;
- a los que sienten a cada segundo su importancia de apoyo en pista, el llamado supportive teammate, un tipo de jugador de segunda fila que incrementa por ello su valor de asistencia: Marcin Gortat, Sasha Vujacic, Keyon Dooling, Anthony Johnson o Brian Scalabrine;
- a los que necesitan ese constante contacto como control de situación, de suyo los más proclives al tacto en toda circunstancia: Carlos Boozer, Kevin Garnett, José Calderón o Chris Paul;
- a los que se sirven del contacto amable como visible barrera al rival, curiosa conducta donde el contacto es instrumento de hostilidad y delimitación del territorio: Kenyon Martin, Anderson Varejao, Joakim Noah o Quentin Richardson;
- a un grupo final que, contrariamente a los anteriores, son de costumbre receptores del contacto ajeno, de suyo grandes estrellas de altísimo ego (Carmelo Anthony, LeBron James, Kobe Bryant, Dwayne Wade), y en un sentido muy distinto, el grupo de receptores que lo son por su naturaleza algo fría: Yi Jianlian, Brandon Roy, Ersan Ilyasova, O.J. Mayo o Delonte West.
Curiosamente el grupo de los receptores integraría al más célebre jugador en la historia del baloncesto, Michael Jordan.
Cuando el contacto amable se había extendido ya lo suficiente como para estimarlo general había de costumbre jugadores muy reacios a ello. Y por su importancia tal vez ninguno más llamativo que Jordan. Su economía del tacto con los demás es digna de estudio.
Resumidamente el contacto amable para Jordan era otra de sus gigantescas restricciones de piedad. Guardaba una estricta relación con factores de ánimo y los procuraba milimétricamente en los dos modos posibles:
1. Recibirlos. Con automática corrección y sin excesos o grandes réplicas.
2. Darlos. En una pequeñísima proporción que iba en consonancia con el valor que él concedía al acierto consumado. De este modo llama la atención que uno de los jugadores que más recibió la mano de Jordan fuera Steve Kerr.
La relación táctil de fraternidad no era el fuerte de Jordan. Y muy en especial si venía precedida de un fallo, suyo o ajeno.
Pruebas dio a miles. Pero pocas más claras como en el partido disputado en Utah el 1 de febrero de 1993. Motivado siempre ante un público tan hostil Jordan cerró el segundo cuarto con un triple desde media pista, se aplaudió a sí mismo en el centro de la escena (tacto reflexivo), y fue el jugador clave en la remontada de 20 puntos de Chicago en la segunda mitad.
En los últimos minutos Jordan dispuso de hasta ocho tiros libres, fallando un total de tres. A cada uno de estos fallos (el primero de cada par) Pippen y Grant acudieron a su tacto obteniendo por respuesta en los dos primeros la más absoluta indiferencia. Al tercero Jordan rechazó incluso su cercanía con hermética frialdad mandándoles a su sitio. Jordan erró aquella noche cuatro de sus catorce tiros libres. Suficiente para mostrarse hostil ante cualquier acto de consuelo.
De poder hacerlo y no ser el baloncesto de dominio público, Jordan habría rechazado el contacto amable en una proporción mucho mayor de lo que su carrera demostró. Como si padeciera una particular atrofia en este sentido o lo interpretara como un signo de debilidad incompatible con el ardor de la batalla, con el espíritu de la competencia.
De la sobrecarga táctil que se vive hoy día ningún ejemplo más revelador que los Cavaliers. Tal vez sólo los Celtics de 2008 rivalicen con ellos. Su ritual de contacto comienza, como el de la mayoría de equipos, en los vestuarios y se prolonga hasta lo grotesco en festivas ceremonias antes del salto inicial que no cesarán (en el caso de victoria) hasta bien entrado el grupo en duchas.
El contacto refuerza, pues, los vínculos y la camaradería. Pocas leyes más universales que ésta. Y trasladando todas estas relaciones táctiles a la actualidad, es posible afirmar que nunca como ahora los jugadores se habían tocado tanto unos a otros. Nunca el baloncesto fue más táctil.
Resulta difícil apoyarse en este argumento para sostener que el baloncesto es también mejor que nunca. Pero si hubiéramos de creer los argumentos científicos que favorecen la creencia de que el tacto persigue al éxito y a la inversa, hallaríamos aquí otra fantástica prueba más para ello.
O al menos para ampliar infinitamente el significado de ese principio que dice "el baloncesto es un deporte de contacto". Y como ningún otro además.
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